Mr Útil -Capitulo VIII- Mientras tanto al Tío de los Recados se le complica el embarque

 

 

 

 

 

Basura-002

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 Mi mundo se ha encogido, todo él es solo humo, ruido y la arena en el aire que el monstruo metálico rodeado de pequeñas figuras levanta. La misma brisa que me cegaba cambia de opinión y me deja ver como uno de los soldados abandona la protección del carro blindado, recoger el arma de lo que queda de Chilaba Blanca y trotar para reunirse con el resto del escuadrón que avanza pegado al tanque nuevamente en marcha, que ahora con una serie de resoplidos gira una cuarta sobre sí mismo y se dirige hacia donde yo estaba hace un segundo, pasando junto a la cuneta, en la que no sé cómo, ni cuando, me he metido. Veo con un regusto de irrealidad cómo maniobra frente a la estación de metro, hasta que aparca de culo contra las puertas de la escalera de entrada bloqueándola.

Ha sido una mala idea, esa zona del terreno no es lo bastante fuerte para aguantar su peso y el mismo suelo se desgarra. Un ruido agudo, muchas toses del motor y el blindado queda más bien apuntando al cielo mientras sus cadenas derechas giran en vacío y los soldados se miran unos a otros. El motor rugue incrédulo y escupe vaharadas de humo negro; no parece servir de nada, el tanque se hunde más hasta que... logra tracción y consigue salir del hueco que el mismo ha cavado en un remedo de salto muy conseguido. La poca gente que queda en la estación –hombres, mujeres, un niño– ha levantado las manos. Los soldados les ignoran, solo hablan a gritos entre ellos. La torreta se abre y un tipo con casco y galones se lía a dar más gritos e intenta poner un poco de orden. Otro escuadrón de soldados sale de ninguna parte y al poco están comprobando, sin demasiado entusiasmo, los billetes de la gente y a dejarles salir o permanecer ordenadamente en la estación.

Parece no haber peligro. Decido que no disparan a no ser que los ataques, o piensen que les atacas. Están aquí para proteger la estación. ¿Proteger de qué? No tengo respuesta. No importa, salgo de la cuneta por el punto más alejado posible y continúo avenida abajo, dejándolo todo atrás.

Camino, en las zonas donde da el sol el calor del suelo parece atravesar las suelas de mis deportivas. Llevo un rato con la sensación de que me estoy desviando, no voy en buena dirección, creo que el aeropuerto queda más a la derecha, más al Este. Los edificios gigantes, allá al fondo, entre la calicha y la contaminación, no están donde deberían estar. Creo que estoy perdido. Tengo que orientarme.

Un talud me permite trepar hasta el lateral de una carretera y para mi sorpresa es la autovía del aeropuerto. El atasco es total y fantasmagórico, cientos o miles de vehículos parados y silenciosos, cerrados a cal y canto retienen a sus ocupantes en peceras de aire acondicionado. Son pocos los chóferes en el exterior, excepto las taxistas femeninas, mujeres en general negras, magras, fibradas, que rodean sus vehículos de techos rosas con miradas desconfiadas, apenas ocultando grandes llaves inglesas o de tubo en las mangas de sus túnicas.

El calor es horroroso, el paisaje bajo la luminosidad brutal del sol cada vez más alto parece perder planos, curvas y vértices y ganar otros nuevos. Escarbo en mi bolsa y me bebo el culo de una botella que se ha quedado allí. Comienzo a trotar por el arcén. La autovía hace un poco de subida y parece eterna. Los pocos varones osados que permanecen fuera de los coches ignoran a las taxistas y miran hacia adelante con fatalidad o se hablan a gritos entre ellos. Un tipo abre las ventanillas del coche y pone a todo volumen la radio mientras pega más gritos todavía. Una voz distorsionada discursea, esto provoca que todos intenten sintonizar su dial en la misma emisora, emisora que súbitamente se silencia y nos deja un poco huérfanos.

La rodilla está a punto de fallarme o ya me ha fallado y no lo notaré hasta mañana. Cuidado, más lento, estás viejo, respira, me digo. No me falta el aire, me respondo, para añadir que no me fallarán los pulmones, me fallarán los músculos, los tendones. No debería haber dejado de correr. Subir escaleras no es suficiente. Correr te da la oportunidad de huir. Quien huye puede luchar otro día; o pasar de todo, cobrar el subsidio de paro y que luche otro. Me prometo a mí mismo, que volveré a hacerlo, el correr, que buscaré un método de entrenamiento, que haré sacrificios, que no me volveré a ver así, que la próxima vez tendré una carta más en la manga.

El repecho acaba al fin, desde la falsa cima veo como medio kilómetro más abajo un carro y dos semiorugas cortan la autovía, no hay circulación de vehículos ni peatones a partir de ese punto. Hay muchos soldados, llevan la bayoneta calada en sus rifles de fabricación americana. Nadie entra, nadie sale.

Me quedo desconcertado, hasta ahora tenía algo que era más o menos un plan, un objetivo: llegar al aeropuerto. ¿Qué hago ahora? ¿Espero junto a toda esta gente? En algún momento pondrán en marcha alguna especie de cola donde identificar y clasificar a la gente. ¿Clasificar? ¿De acuerdo a qué criterios? No quiero ser clasificado. He de buscar otro camino. Otra entrada.

Es un aeropuerto, unas pistas, una terminal, eso significa un espacio enorme rodeado por una valla. En una valla siempre hay un agujero. Podría echar un vistazo.

O regresar y buscar un hotel –¿buscar? Joder, ya tengo un hotel, con un pijama colgado tras la puerta del baño, el mejor hotel posible–, después llamar a la embajada. Siempre que llego al extranjero recibo unos SMS de cortesía con los teléfonos de emergencia consular –¿esto podría serlo?–. Sería buena idea utilizarlos. Seguro que saben más que yo de la situación; los llamo después. ¿Por qué después? ¿Por qué correr como un pollo sin cabeza? Hagamos una llamada, igual ellos saben qué está pasando.

Comunican. Comunican. Más tarde vuelven a comunicar. Olvido al cuerpo diplomático.

Cacharreo con el móvil hasta que consigo un mapa, es tal como lo recordaba, el aeropuerto se puede resumir como una gran superficie rectangular arañada por las pistas y casi engullida por el crecimiento de una ciudad, con las terminales y servicios a un lado y el otro de cara a una lengua de desierto más o menos vacío que entra en el mar. Miro embobado el dibujo hasta que un dring me despabila. Un mensaje.

Ella me envía una foto de algo que no reconozco, después comprendo que es la nueva balconera de aluminio, más que colocada presentada en el hueco agrandado de la pared. Amplio la foto y veo que parece sujeta solo con algún tipo de espuma amarronada. Maldigo internamente todos los materiales modernos y respondo enviando el emoticón de una botella de champán descorchándose, no me parece bastante y añado un corazón rosa. Debería sentirme solo, asustado, abandonado, pero no tengo tiempo para eso.

Me doy la vuelta y regreso trotando hacia el principio del viaducto, este vuela sobre lo que alguna vez fue un uadi, el lecho de un río torrencial, que quizá todavía lo sea. Allí encuentro el principio de un sendero que baja hacia él. La arena está apisonada por el paso de cientos de pies. Decido seguirlo, como hace bajada, voy deprisa, lo que parece molestar más a mi rodilla; la ignoro. Al llegar al lecho inferior lo tomo hacia la derecha, hacia poniente, hacia el desierto.

No soy el único en este sendero, más adelante, a unos doscientos metros, un hombre camina con buen paso, quiero reconocer su chaleco naranja fluorescente como el de empleado del aeropuerto; eso me da un destello de esperanza en que estoy haciendo lo correcto. El uadi tiene unos treinta metros de ancho en la parte superior por solo unos tres o cuatro en la inferior y zigzaguea suavemente en meandros arenosos que ocultan lo por venir. Tras uno de estos alcanzo a un tipo pelirrojo, mayor y grueso, anacrónico aquí en el desierto. Se vuelve y me observa por un segundo.

Llevo demasiado peso.

Es lo que creo que se dice. Seguidamente arroja al suelo la bolsa que carga al hombro y saca torpemente dos portátiles que siguen el mismo camino. Hábilmente le extrae el disco a uno –mi mente registra, como en un sueño, que es muy sencillo, solo extraes la batería, clic clac, estiras de la pestaña y ya lo tienes en la mano– . El otro le da más guerra, cuando llego a su altura me dirige una mirada desafiante, yo le devuelvo una de total desinterés y continúo mi camino. Diez segundos después oigo una serie de golpes y chasquidos y me vuelvo para comprobar cómo está destrozando el segundo mediante el método de semienterrarlo de canto en la arena y golpearlo con una piedra del tamaño de mi cabeza.

Este disco es más difícil de sacar –imagino que es lo que masculla.

Continúo. En mi plano mental cuanto más hacia poniente, paralelo a las pistas, más despejado es el terreno, menos edificios, y menos gente, debo buscar allí un agujero por donde colarme, quizás debería ya probar a moverme más al norte para coincidir con la valla y tantearla. Cambio de idea cuando, tras un meandro más en la arena, vuelvo a ver a Chaleco Reflectante al final de un largo tramo recto donde las excavadoras han hecho desaparecer el uadi. Me digo a mí mismo que como él parece saber adónde va mejor seguirlo, un segundo antes que desaparezca en el próximo meandro. Acelero un poco el paso, tomo el retorcido camino y me encuentro con que el progreso hace desaparecer el uabi otra vez tras solo un par de curvas, sustituyéndolo por un agujero del tamaño de diez campos de fútbol, rodeado por mil vallas metálicas; Chaleco Flúor no está por ninguna parte. Desconcertado, regreso sobre mis pasos. Entonces la veo, una boca de hormigón en el lateral se hunde en el talud, casi invisible tras un montón de palés. Me recuerda los pasos para fauna que se ven bajo las autopistas, pero más grande, está cerrado con una verja y un candado. No, el candado solo cierra sobre la misma cadena creando la ilusión de barrar un túnel que parece ir hacia el norte. Empujo con dudas la verja y esta gira silenciosa y suave hacia una oscuridad poco densa. Entro en el túnel cinco pasos y cierro los ojos fuertemente mientras cuento hasta diez y luego hasta veinte. Acierto, la oscuridad no es total, luz perdida le da un aspecto poco profundo al túnel. Avanzo encorvado guiándome por ella y por el contacto de mi mano con el lateral del túnel, adentro, más adentro. Estoy casi teniendo un ataque de pánico cuando he de reconocer que distingo los laterales del túnel y una luz me saluda al final de él.

Fuera, estoy otra vez bajo el cielo, en el fondo de un agujero vallado, otro hueco enorme en la arena, sujeto por un doble cerco de andamios, tensores, tablas enceradas y colada de hormigón. Al fondo una escalera señalizada con montones de cinta plástica amarilla y negra me saca de él.

¿Estoy dentro del recinto del aeropuerto? Parece que sí. Ha sido más fácil de lo que esperaba, quizás los problemas comienzan ahora, estoy en un sitio que se supone que no debo estar ¿Qué hago? ¿Continúo, procurando pasar desapercibido? ¿Busco ayuda? No tomo ninguna decisión, más adelante Chaleco Flúor camina imperturbable hacia su destino. Conoce el camino; el camino hacia no sé dónde; si hay un camino no debe ser tan extraño ver gente caminando por él, así que sigo sus pasos.

El calor es algo serio, no hay demasiada arena en el aire, la vista llega hasta bastante lejos; miro hacia el sur y un bosquecillo de edificios gigantes se ve muy claro, me parece un enloquecido catálogo de rascacielos. Aún más clara se ve la mole de las terminales al oeste, al frente las pistas, cintas de asfalto craqueado, medianas de pasto seco y hierba camellera, salpicado aquí y allá el paisaje, como todo en este país, de maquinaria de construcción. Camino hacia las terminales en un aire que titila por la luz y el calor que devuelve el asfalto recalentado. Chaqueta Flúor se encoge y se estira reflejándose en el cielo y yo me pongo a reír, infantilmente feliz, cuando comprendo que estoy viendo un espejismo y luego me preocupo por mi risa tonta. Un vehículo, uno de esos chaparros carros de golf que se ven en todos los aeropuertos del mundo, me adelanta por la izquierda. El conductor, envuelto en un turbante, no me presta atención, solo mira adelante; los vacíos remolques tras de él avanzan rebotando entre una confusa cacofonía de clincs y clancs metálicos. Tengo sed. Me preocupa, a cierta edad solo tienes sed cuando estás prácticamente deshidratado, no recuerdo cuál es la edad esa. ¿Me dará un golpe de calor y me desmayaré? ¿Encontrarán mi cuerpo seco como una momia al borde del camino? Sacudo la cabeza intentando sacarme el pensamiento de la mente; como siempre no funciona.

Estaría bien fumarse un peta. Es un pensamiento muy poco conveniente para estos momentos. ¿Necesitas más pruebas de que tienes problemas con esta mierda?, me digo.

Otro vehículo me adelanta, este lleva música, los Beatles a todo trapo, “Chica, puedes conducir mi coche, cuando sea famoso, te dejaré conducir mi coche”. ¡Cómo me gusta esta canción! Me pongo a cantarla a voz en grito, no me queda mal; un tipo con una caja de herramientas que reatornilla una señal incomprensible me da la respuesta mientras sonríe y señala con su pulgar al cielo.

Oh! Baby, I love You!

Sonreímos francamente y continuamos cada uno a lo suyo. Porque hay gente aquí y allá ocupada en sus propias tareas y por eso yo me ciño más el pañuelo y sonrío bajo él, intento que mis ojos sonrían también y aumento mi paso como el que llega tarde a fichar a su turno. Sé dónde estoy. Conozco ese edificio, lo he visto desde el otro lado, desde su lado exterior, justo cuando el taxi está a punto de llegar a la terminal de salidas internacionales, la terminal tres. Un avión despega, veo su vientre pasar justo sobre mí. La sensación es que el aeropuerto continúa en marcha, quizá a un ritmo metabólico más lento, pero continúa deglutiendo pasajeros y mercancías y eyectándolos en todas direcciones. Me lo imagino como una perra gigante tumbada sobre el desierto, ofreciendo mil pechos de los que maman ávidos una camada enorme de aviones. A la derecha una plataforma de tijera extrae del vientre de uno de ellos un automóvil súper deportivo retractilado en plástico blanco. Chaleco Fluorescente, que ha sido mi guía, se esfuma al frente mezclado entre una pequeña multitud de iguales que se sumergen bajo las pistas en lo que resulta ser un paso subterráneo estrecho y fresco, iluminado por pequeñas lámparas ovaladas de regusto marinero. Diez metros, cien metros, mil metros de túnel blanco y emerjo junto a las vidrieras de la terminal entre un caos de carritos de golf, remolques llenos de maletas, coches sin matrícula y, lo más importante, tipos con corbata e identificaciones charlando con los soldados que rodean un camión militar. Todos miran interesados como todas, todas, las luces del edificio se encienden y apagan simultáneamente como si fuera un árbol de Navidad gigante. Los chalecos fluorescentes se abren en todas direcciones en este punto y yo me junto al grupo que va directo hacia las puertas de vidrio que silenciosamente nos dejan pasar al interior.



5

Estornudo, es el cambio de temperatura. Estoy en una terminal de embarque solitaria y muy fría. Elucubro que no es muy usada, no tiene acceso directo a los pájaros, es una de aquellas en que te suben en un autobús y te llevan a dar una vuelta eterna hasta el avión. No importa, las puertas se cierran tras de mí, el grupo con que he entrado se disgrega y yo me quito el pañuelo del rostro y saco la carpeta transparente donde conviven mi pasaporte y las tarjetas de embarque. Oficialmente soy un turista perdido, uno de esos idiotas que cruzan una puerta que no deben y se encuentran donde no pueden estar.

Un muchacho con un chaleco naranja y un montón de identificaciones colgándole del cuello sale de los lavabos. Es curioso por dos razones. La primera, porque el lavabo está fuera de servicio, como atestigua la cinta naranja que lo barra. La segunda, por el murmullo de conversación y música que se ha filtrado al exterior durante el breve segundo que la puerta ha estado abierta.

El muchacho se queda pasmado. Se nota a la legua que no esperaba encontrarme allí. Aprovecho su confusión.

Sir, Excuse me. I'm lost.

Le digo mientras le enseño mi tarjeta de embarque. Él la toma titubeante y en puro inglés de aeropuerto me informa de que aquí no puedo estar, mientras su cara me dice que comienza a preguntarse cómo coño he llegado aquí. Yo sonrío y repito:

Sir, excuse me. I'm lost.

Y paso de embarcarme en cualquier explicación plausible de mi presencia, ya que no creo que exista ninguna, y continúo sonriendo, lo que decido me hace parecer tontito. El muchacho intenta explicarme algo, en una mezcla de inglés y una lengua singularmente gutural, consiguiendo de mí más sonrisas y encogimientos de hombros. Él repite su explicación ciñéndose más al inglés, pero en este punto yo ya he decidido ignorarle y hago como que intento explicarle algo, señalando mi tarjeta, señalando hacia allí y hacia allá y hablando la versión más cerrada que me sale de mi lengua materna, no vaya a ser que entienda algo. Al final su rostro pasa por varios estados de desesperación hasta que llega a la conclusión que este guiri es estúpido, se ha perdido y lo mejor es sacárselo de encima antes de que le dé un ataque epiléptico o algo peor. Su mano busca el walkie que lleva en la cintura y yo me pregunto si es ya el momento de tener un contacto más cercano con las autoridades o salgo corriendo.

No tengo que tomar una decisión, la puerta del lavabo vuelve abrirse dejando salir una nueva ráfaga de música y a otro muchacho de ojos colorados con un proyecto de bigote bajo una nariz semítica enorme. No lleva chaleco naranja, sí corbata y más identificaciones colgando del cuello. Su mirada de sorpresa es un poema al vernos a los dos allí. Yo, como hasta ahora me ha funcionado, le sonrío, que parece que es lo mejor que sé hacer, y él me devuelve una sonrisa franca y grande antes de enfrascarse con su amigo en una conversación de frases cortas en la lengua rasposa de antes. Al final llegan a algún tipo de consenso, el walkie continúa en la funda y Chaleco Naranja se da la vuelta y se marcha con un gesto de aquí te las apañes, que para eso eres el jefe. El Señor Corbata parece aliviado y me anima a seguirle.

Minutos después hemos recorrido un laberinto de pasillos; parado en la máquina de Coca Cola de empleados -¡es más barata!-, hablado de fútbol (sí, el gran rival ha ganado este año, pero solo por un punto. No, no se puede construir un equipo de fútbol solo con dinero y Alá, el misericordioso, ilumine en este punto al Jeque) y nos hemos despedido en la zona de embarque.

El mulá comienza a llamar a la oración por megafonía. Las pantallas informan de retrasos en todos los vuelos, sin especificar las causas. Los televisores muestran imágenes de restos humeantes de cosas, que espero no sean personas, intercalados con declaraciones de tipos jodidamente serios. Se vuelve a ir la luz, un murmullo enfadado brota de todas partes y luego solo queda el silencio, todos aguantamos la respiración. La luz regresa y un nuevo murmullo, esta vez de alivio, saluda su llegada. Consigo un asiento frente a una pantalla de información sabiendo que me queda una larga espera, pero que al final saldré de aquí, al menos esta vez.

Es entonces, sentado, mirando a mi alrededor, cuando soy consciente de que he entrado en el aeropuerto de forma ilegal, me he saltado los controles de seguridad y que no sé si esto será detectado por la computadora en el momento del embarque y me traerá problemas. Lo pienso intensamente durante un segundo y decido que no puedo hacer nada para remediarlo y paso, lo dejo para después. Después miro a mi alrededor y me pregunto, ¿cuántos de esos tipos a mi alrededor también lo han hecho? ¿Alguno lleva una bomba? Sé algo de bombas, sé que cualquiera puede fabricar una lo bastante potente para destruir un avión. ¿Por qué alguien puede querer destruir un avión? Se me ocurren unas cuantas respuestas que me parecen genéricas y acertadas: locura, patriotismo cosas así. Después se me ocurre preguntarme porque Chilaba Blanca consideró acertado dispararle a Bigotón. Las mismas respuestas genéricas me acuden a la mente, pero ahora no me parecen acertadas, ¿Por qué no me lo parecen?, ¿Por qué la ideología, cualquier ideología, debe deshacerse en contacto con el individuo? ¿Esto que pienso tiene algún sentido? Mucho después, cuando ya llevo una hora de vuelo, todavía me lo estoy preguntando.

 

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