Mr. Útil -Capitulo XIII- El Tío de los recados tiene conocidos curiosos.

 


 

 

1

Siempre he intentado mantenerme alejado de los manguis. Quiero decir de todos esos tipos que parecen pensar que ser un gánster es algo divertido, molón. ¡Gánsteres! Puede que en algún sitio estén bien organizados y que alguien con cabeza los guie, pero por aquí, en general, a todo los que les he podido echar un ojo solo eran un puñado de imbéciles. Los choros, los bala perdida, esos tíos duros, pasan más tiempo en prisión jodiéndose unos a otros que pegándose lo que ellos creen la gran vida. ¡Gran vida! Su concepto de la diversión es diferente del mío. Yo estoy más por el dolce far niente1 y el suyo... en realidad no acabo de entender cuál puede ser, quizá el comportarse como nuevos ricos en medio de una charca.

Que haya intentado mantenerme alejado no significa que lo haya conseguido siempre; de entrada me crie en un barrio lleno de bobos de estos y cuando empecé a ir por ahí coincidíamos en abrevaderos varios. Como estaba en primera fila pensé que si cerraba la boca y tenía los ojos abiertos aprendería algo. Lo hice, aprendí que si la sociedad está estratificada más aún lo está el crimen. Estar en sus estratos bajos –y todos son bajos– es vivir una vida de mierda, de la que cualquiera con dos dedos de frente huiría como fuera. Córtate el pelo y búscate un trabajo. Ese es mi lema, en serio. Cuando lo encuentres no fumes hierba en los vestuarios, esto es básico.

Los mangutas están por todas partes, son de todas las razas y tamaños, les gusta aparentar que tienen fe en la violencia para desatascar situaciones, los que lo creen realmente suelen ser peligrosos y vivir poco tiempo. Badía no es uno de estos. Si en algo nos parecemos es que a los dos nos gusta hacer el trabajo con el menor esfuerzo posible.

Todo esto viene a que Badía está, minutos antes de las nueve de la mañana, frente a la cafetería excesivamente cara que hay cruzando la calle, en la misma acera del edificio de la oficina. Lleva en la mano un vaso tamaño gigante de vete a saber tú qué, mientras habla por teléfono. Está allí, vestido de hombre de éxito, echándole un vistazo a la calle como si se la acabara de comprar. Nada nuevo, las calles... estos piezas y los polis se comportan como si les perteneciesen. No, no son las calles, somos nosotros lo que somos su propiedad; tienen la mirada del pastor sobre el rebaño: una atención dedicada al perímetro, un no hacer aprecio de quién cruza junto a él, a no ser que haya sido seleccionado para esquilar. Es por eso que enseguida le he visto, viviendo su fantasía de que él es un lobo grande y los demás cabritillos. Ese porte, su estar, ¿solo me llama la atención a mí?

Entro en el edificio y por primera vez miro con atención en el directorio las placas de las empresas que comparten este espacio. Son tan anónimas como las de La Firma, no tengo ni idea a qué se dedica ninguna, igual esa de la esquina, la del logo chulo, es muchísimo más sexy para el Lobo Feroz de afuera que nosotros. Puede que él no esté aquí por La Firma, que solo se haya parado a tomar un café, me digo sin mucha fe.

El problema son las estadísticas; desde que estoy en La Firma hemos recibido cuatro o cinco visitas de chorizos, en tres continentes diferentes. Han venido con pistolas, han entrado por grandes agujeros por las paredes o manguis que curiosamente también eran policías te han acusado de no sé qué, te han dado un paseo turístico por una cárcel para, después de darte una patada en el culo, quedarse con todo y prohibirte volver a donde fuera. De lo más normal en el negocio. Pagamos enormes primas, las aseguradoras nos aman. El rayo siempre pega en lo más alto.

Entro en el despacho, todo el mundo parece muy ocupado. Todo el mundo comprende a la plantilla y tres desconocidos, un hombre y dos mujeres, que han montado un campamento base en el sofá de recepción –un monstruo setentero verde e incómodo–. Miss Contabilidad cuando se cruza conmigo, los brazos acunando archivadores repletos, me susurra con un tono de voz alegre.

¡Tributos! Ya te lo advertí.

No acierto a contestarle nada. Están pasando demasiadas cosas de golpe y yo no estoy en mi mejor momento, mi cerebro es un potaje de jetlag y falta de algo competente para fumar. Me siento acorralado, ¡quiero marcharme de aquí! Como acabo de llegar, no puedo hacerlo, o sí, pero no quiero llamar la atención, no sé de quién ni por qué. Decido esconderme en mi despacho, aunque es difícil, es estrecho, poco profundo y no tiene puertas ni ventanas. No puedo quejarme, a juzgar por las cajas de conexiones, situadas sobre la mesa –corrida y fijada al lateral largo–, antes era el nicho de un par de teleoperadores. Debían de pasar mucho calor. Hace calor en la oficina, siempre tenemos problemas con el aire acondicionado. Deberíamos quejarnos al propietario, el espacio es de alquiler, pero Pol prefiere mantener un perfil bajo en estos asuntos, pagamos y callamos, los proveedores también deben de amarnos.

Mi despacho parece, como siempre, abandonado y vacío. Solo es un sitio en el que dejan cosas de las que esperan que yo me ocupe. Hoy sobre la mesa hay una caja de bolsas de aspiradora vacía, humilde solicitud de la limpiadora. De un cajón saco unas tijeras y recorto la parte que especifica el tipo y modelo. El tipo que corretea por el despacho se queda mirándome desde la puerta mientras lo hago.

Buenos días –le digo por decir algo.

¿Es este su puesto de trabajo?

Ensayo en mi cabeza diferentes respuestas, desde la más obvia: ¿quién es usted?, hasta algunas francamente insultantes, pero renuncio; este es su espectáculo, sigamos el guion.

Sí, no. Si hay trabajo siempre estoy fuera.

En el cajón todavía abierto dejo las tijeras dentro; aun de espaldas noto como se acerca y echa un vistazo por encima de mi hombro. Dentro hay varias herramientas pequeñas, una precintadora, cordeles, un destornillador, un martillo de carpintero pequeño.

¿Guarda registros de su desempeño?

Desem... ¿qué?

Listas de lo que hace, de su trabajo.

Creo que es mi obligación legal, bueno, de la empresa, darle lo que pida, siempre y cuando sean documentos contables, yo no soy contable.

¿No? ¿Por qué?

Por nada.

Abro el cajón inferior y señalo con el recorte de cartón que llevo en la mano la caja de zapatos sin tapa que guardo ahí. Está llena de solapas de envases, libros de instrucciones, garantías y cargadores desechados de aparatos electrónicos,

Lo único que guardo son estas cosas. Es mi archivo. Si tienes una muestra siempre es más fácil de volver a reponer.

Y sonrío mirando la caja. Él pone cara de estar preocupado por cosas realmente importantes y desaparece por el pasillo, es cuando aprovecho para sacar la caja y palpar en las profundidades del cajón hasta que encuentro un chino que me meto en la mochila.

En China –pese a que hay pena de muerte para casi todo– falsificar moneda es prácticamente un deporte nacional, por eso la gente no suele confiar en nada más grande que el billete de veinte yuanes. Los comerciantes chinos que a veces pasan por aquí a comprarse un capricho –básicamente relojes, un negocio en alza– suelen pagar, sobre todo si son novatos en Europa, en billetes de veinte euros. Por eso a un taco importante de billetes de veinte lo llamamos un chino.

Pol montó en la zona alta, con un socio, un lavadero de coches con la idea de aflorar el efectivo en billetes pequeños que de cuando en cuando entra descontroladamente en La Firma. Fue un fracaso y un éxito a la vez, como la gente gasta fortunas en lavar el coche, entraba tanto efectivo que no podía procesar más. Pol hasta cuando fracasa gana dinero.



2

Una hora después me he deshecho del chino en las entrañas de un banco, he tenido una conversación bastante aburrida con un fundidor de metales preciosos quejoso, he comprado un paquete de bolsas de aspiradora y estoy fumando hierba –sola, en una diminuta pipa de aluminio–, sentado en el parque más grande de la ciudad. Como es una hierba bastante mala la verdad –desde un poco antes de ir a Oriente no he pillado nada que valga la pena– solo consigo sentirme más confuso y ansioso. No logro sacarme de encima el recuerdo de Badía y de los inspectores de Hacienda. No es que esté exactamente asustado, ni de uno ni de los otros, todavía, pero hay cosas sin las cuales puedo vivir perfectamente. Intentando dejar de pensar en ello paso un rato engañándome a mí mismo con cuentas que quiero que digan que pronto podré, si quiero, dejar el trabajo y así dejar también de mirar por encima del hombro buscando –y temiendo a la vez– ver la mirada de cazador en la cara de algún tipo y que tampoco abriré el buzón recelando si encontraré una postal de los tipos de la Agencia Tributaria, porque seré un humilde, muy humilde, empresario hotelero. De esta manera me alejaré definitivamente de los vuelos en conexión, las aduanas, la comida basura, las colas... de tantas cosas que en este momento me parecen insoportables. Como de todas maneras, por mucho que me ponga en lo mejor mis cuentas dan un resultado que ahora me parece demasiado tiempo me levanto irritado y comienzo a caminar preguntándome por qué motivo me paso tanto tiempo flirteando con el peligro y por qué no me busco un trabajo más normal. Gruño por lo bajo mientras camino, dando la vuelta al parque, hasta que me detengo cuando veo la zanja y el grupo de currantes, vestidos con ropas adornadas con franjas fluorescentes amarillas, que se enfrascan resueltos en su tarea, justo por debajo del nivel de la tierra, sudando bajo el tímido sol.

Tengo un ataque lírico romántico –luego la hierba algo me debe estar subiendo y recuerdo que yo también he hecho zanjas –bueno, darle a la pala, no; pero sí las he rellenado de tubos y cables de todos los tipos– y que hacerlas es una tarea básicamente imprescindible, noble, esforzada. El problema es que está mal pagada y pierde todo atractivo en su roce con la repetición diaria. Recuerdo el sudor, esa aspereza en las manos que al final se contagia al lenguaje, al espíritu de unos hombres exprimidos. Unos tipos que se vuelven imbéciles, egoístas, bravucones, con los que te ves obligado a tratar todos los días y recuerdo también a los hombres que los dirigen adornados con los mismos defectos. Entonces me sube un poco más la pipa y me reconcilio con mi forma de ganarme la vida; no, no es de las peores; no olvidemos que el trabajo es un castigo divino, que sufro por un pecado que no cometí y que es mi derecho, como preso, intentar fugarme, y si fracaso, aceptar las consecuencias.

Una chica que pasa a mi lado me dirige una mirada cautelosa; tras ella, en el reflejo de un escaparate veo mi reflejo; mi cara luce una sonrisa crispada mientras masculla para sí. Me detengo a examinar con detenimiento mi imagen en la luna. ¿Ese soy yo?, ¿el tipo que habla solo? ¿Cree en las cosas que piensa? ¿Eso de que el trabajo es un castigo divino? Divino no sé, castigo seguro. Mi abuelo diría que prefiero caminar por la línea que doblar la espalda; que soy un vago, vamos. Badía diría que soy pastao a todos lo manguis, quiero mucho por poco, solo me diferencio en que pierdo más tiempo en buscarme excusas. Yo no tengo tan claro lo que soy y lo que quiero.

Después del mini flash de la hierba –porque esto es tanto bla bla bla mental– me enfurruño aún más y no puedo disfrutar del paseo. Regreso a la oficina porque toca y allí me encuentro que continúa el corre que te pillo entre los funcionarios y Miss Contabilidad. Parecen muy distraídos y felices. Me cuelo hasta mi despacho e intento leer la prensa en mi viejo ordenador; no me entero de nada de lo que leo, no es solo por la hierba, es que no puedo quitarme de la cabeza a Badía. He intentado olvidarlo, dejarlo para después, hasta que después es ahora y ya no me puedo esconder más.

No está aquí por nada bueno y hay antiguos hilos que nos unen. Quizá algo más que hilos, puede que una soga con la que ahorcarme. Esta metáfora ¿se dice así?, acaba por cabrearme, exploto contra mí mismo, me grito en la cabeza: ¡déjate de rollos! Tienes que reconocer que... ¡Joder, tu puto nombre está al lado del suyo en un papel! ¿En uno? En ciento. ¿Qué problema es este? Los manguis siempre atraen a la Policía, a veces le llevan ventaja, a veces la tienen pegada al culo. Si atrapasen a Badía faenando por aquí, ¿cotejarían su nombre con el de la peña que curra cerca? ¿Buscarían un santero? ¿Se encendería una luz roja al lado de mi nombre? ¿Ya estoy en algún fichero en la columna de relacionado con? ¿Qué puede opinar la Policía de mi cercanía al escenario de... no sé, un robo con violencia?, que es lo que hace salivar a Badía.

Badía, rememoro sus gestos, como bebe un sorbo de su café y deja brotar la satisfacción de su rostro, llevándose después la mano a la cintura y con el gesto separar un poco la chaqueta dejando ver la camisa o puede que lo que le guste enseñar es el cinturón o solo componga una imagen para esa cámara invisible que le sigue y para la que él siempre posa. Badía, ¿qué haces aquí, demonio? El demonio está en todas partes; ¡déjalo estar! Que él esté por aquí puede ser solo casualidad y todos mis pensamientos una paranoia. Siempre me hago películas, todo para mí tiene que tener un significado.

Necesito que me dé el aire –que es un eufemismo para decir que necesito fumarme un porro más grande–. No necesito excusas para irme otra vez del despacho y en realidad siempre hay cosas que solucionar. Abro el cajón y me quedo mirando el pequeño martillo que duerme en el fondo, parece la respuesta a una pregunta que todavía no me he hecho. Me lo meto en la manga, con la cabeza junto al puño de mi camisa, cabe perfectamente, me echo la bolsa al hombro del otro brazo y salgo al vestíbulo; está vacío, me voy sin despedirme.



3

No llego a bajar las escaleras, el ascensor se abre en aquel momento y me encuentro de cara con Conejero. No necesito, como dicen en las novelas, más confirmación de mis peores temores. Lleva un mono azul y una bolsa de herramientas, una bolsa de cuero bastante chula, rollo reparador antiguo de Telefónica, me gustaría tener una igual, nueva, eso sí. Conejero me ha reconocido, le invito a permanecer en el ascensor solo con un gesto y según entro en él pico el botón de planta baja. El ascensor con un traqueteo se pone en marcha.

Conejero, el mejor amigo de alguien, cierra la boca recostado contra el fondo del ascensor. Es demasiada casualidad, otra cara de antes en el ahora. Lo que sea va a ser en este edificio. Si fuese en La Firma... Si estoy al alcance de Badía en una situación de violencia. Si me reconoce. Si sabe que puedo identificarle. ¿Sería suficiente motivación para... borrarme?

¡Claro! Joder, es lo poco que necesita su mente de psicópata de calderilla para generar una causa. No entiendo solo eso, también de golpe soy consciente de que no temo a Hacienda y sus multas, no temo a la Policía y sus preguntas, porque creo que puedo enfrentarme a todos simplemente ignorándolos, pasando de ellos, lo que es mentira, pero...  igual que creo eso, también creo que este sistema no funciona con los manguis. Que no puedes simular ignorar que simplemente no están ahí.

He entrado en el ascensor con el convencimiento de que no me voy a poner al alcance de Badía por ningún motivo. Examino a Conejero, le han enviado a dar un vistazo, ha tenido el decoro de camuflarse un poquito, en otros tiempos habría entrado, con una camiseta de Mötorhead y contoneándose en todos los despachos que tuvieran la puerta abierta.

¡Ese nen!, pareces una persona respetable, con la jodida barbita y...

Es todo lo que dice, dejo que la bolsa, mi bolsa resbale del hombro y caiga al suelo, Conejero la sigue con la mirada y yo aprovecho para intentar clavarle con las dos manos el mango del martillo, que he dejado salir de la manga, en la boca del estómago, hundiéndolo bien y de abajo arriba. No lo consigo, claro, solo es un palo de madera sin punta; no importa, por la cara que pone Conejero no parece que note la diferencia.

No soy un prodigio físico. Joder, cuando hacíamos equipos de lo que fuera en el patio del colegio, siempre me escogían el último. Pego como una chica, mi única ventaja es que no se me ve venir, no cambio el gesto, solo golpeo. Ahora lo he hecho hacia arriba con los siete u ocho centímetros de varilla de roble que sobresalen del mango del martillo que sujeto con las dos manos. Empujo con mi hombro contra su pecho y otra vez hundo y retuerzo, una, dos veces más, intentando llegar al centro de Conejero desde su diafragma.

Conejero se queda sin aire, se dobla, deja caer su bonita bolsa. Su cara se transforma en una máscara, pero consigue girar sobre sí mismo y solo con el movimiento ya consigue sacárseme de encima y enviarme a una de las esquinas del ascensor mientras él se aleja a la contraria. Pienso que me he metido en un problema, Conejero es un puto armario, está muy entero, no se va a quedar para siempre en el rincón esperando un golpe de gracia, en cuanto tome aire va a estar muy enfadado. Me he de dejar de mango y usar el hierro, hacer una finta, buscarle la barbilla, el puente de la nariz. Me estoy poniendo en posición cuando el ascensor se detiene y las puertas, junto a mi rincón, se abren con un campanilleo que encuentro muy adecuado.

Recoge tu macuto, vamos a tomar café –digo mientras recupero mi bolsa.

No le espero, salgo del edificio con un saludo de cabeza al portero, tuerzo a la derecha, cruzo el semáforo y me detengo frente a la cafetería, entre una nube de trabajadores de cuello blanco que apuran cigarrillos. No me gusta este sitio, su pretenciosidad, su buénrollismo, tampoco me gusta su café. Al final me giro una cuarta y sí, Conejero está ahí. Mirándome, demasiado cobarde, demasiado estúpido, siempre esperando que el perro grande decida; le odio, siempre he intentado no ser como él, no sé si lo he conseguido.

En realidad no tengo ganas de tomar café, el café de aquí es una mierda. Caro y empalagoso digo.

Conejero calla, sabe que hay algo que escapa a su comprensión, pero que yo tengo la respuesta.

Badía continúa pensando que más es mejor, le he visto beberse un cubo de esta mierda.

El sol se filtra entre los árboles de la avenida, la gente corretea por la acera, buscando un café, un cigarrillo, un beso rápido. ¿Qué es lo que busco yo?

Dile a Badía que este no es un buen lugar para lo que sea, que haga los bártulos, que se pire, que está semao, que va con cola. Cómo sea que se diga ahora. Adiós.

Conejero intenta encontrar algún significado a lo que le digo, en su mente no soy nadie que pueda decirle a Badía nada, ni siquiera buenos días. ¿Cómo voy a decirle que haga o no haga algo? Mira a su alrededor, desea abrirme la cabeza y comienza a tener bastante aire para conseguirlo, pero todo está lleno de gente, no es sitio.

Adiós –repito

¡Al final te daré lo tuyo! –dice, su voz suena como un barboteo.

Conejero se da la vuelta y se marcha; respiro, me tomo un segundo para sentir la tierra bajo mis pies, después, despacio, salgo tras él. ¿Cómo se mueve? ¿Anda, va en metro, en autobús? ¿Vale la pena intentar averiguarlo?

Aunque quisiera, le es difícil perderse entre la gente, su tamaño, el tono de su traje de trabajo es fácil de reconocer. Cuando de golpe desaparece de mi visión, recuerdo que a esa altura de la calle está la entrada peatonal de un parking. Creo recordar que tiene dos salidas de autos, opuestas a lado y lado de la manzana, me la tengo que jugar y escojo la salida norte, porque está más cerca.





4

Frente a la rampa del aparcamiento, en la otra acera, hay un banco, entro en él, los cajeros automáticos están llenos; mejor, pido tanda y me quedo observando a través de los cristales tintados el exterior. Fortuna está de mi parte: reconozco la cara de Conejero tras el parabrisas de una sedan blanco –con aspecto de ser de alquiler– que emerge del vientre de la ciudad; como no tengo bolígrafo a mano intento memorizar el número de matrícula. No me es fácil, dudo mucho de mi memoria a corto plazo y menos cuando me está saliendo adrenalina por las orejas. Me repito los grupos de letras y cifras muchas veces, hasta que pierden el sentido y quedo convencido de que los olvidaré antes de conseguir papel y lápiz, además, ¿para qué me sirve? No tengo a quien llamar para que me informe con qué datos se ha alquilado el coche y decirle luego: ¡gracias, cariño!, te debo un favor.

Veo oculta entre los anuncios –caras de personas felices porque el banco les da la oportunidad de consumir más– un tenue reflejo de mi imagen en los cristales, continúa en mi cara esa media sonrisa crispada que vi antes, intento relajar el gesto y un tipo tranquilo y satisfecho me devuelve la mirada, ¿qué es lo que te agrada tanto? Me pregunto, pero no me quedo esperando respuesta, ya no tiene sentido continuar encerrado en el cajero y educadamente cedo mi sitio en la cola y según salgo a la calle acelero el paso más y más.

No sé a dónde voy tan deprisa, sí que tengo que solucionar un par de asuntos en otros bancos, ganarme honradamente el pan haciendo cola, pero no es algo por lo que haya de correr me digo mientras la cara de Conejero recibiendo los impactos se repite en mi mente al ritmo de mis pasos. Cuando ya no puedo negar este eco me llevo las manos –figuradamente– a la cabeza, antes de volverme a gritar ¿qué coño has hecho?, ¿por qué has actuado de esta manera?, ¿de dónde viene estas súbitas ganas de...? Me quedo sin aliento, tengo que detenerme, soy un recipiente lleno de cansancio, de remordimientos por algo difuso, algo que tiene más que ver con hacer algo estúpido que con hacer algo malvado. ¿Qué tipo de hombre soy?

Céntrate, los manguis están por aquí y solo se te ocurre buscar pelea. Esto me supera, debería hablar con alguien, ¿Ella? Quizá luego, cuando tenga un plan para venderle… ¿la Policía? Justo quizá después de hablar con Ella. ¿Pol? Él es el jefe. Tengo que hablar con él. ¿Dónde está Pol? Marco su número. Suena su teléfono.

Dime contesta lacónico.

Ha surgido un problema, algo que me es imposible... solucionar por teléfono.

¿Y… tenemos que hablar?

Sería lo mejor.

Tengo una visita... ya mismo, pero digamos de aquí a una hora, en lo de Manel. ¿Va bien?

Estupendo, una hora.

Y cuelgo ligeramente asombrado de lo poco que mi llamada, rollo espía que surge del frío, sorprende a Pol y lo fácil que le resulta subir un nivel la seguridad.



5

Lo de Manel es un bar en el centro, pero nos referimos con ese nombre a la oficina que hay en un piso superior en el mismo edificio. Nadie trabaja es esas dependencias, solo es un cementerio de personalidades jurídicas que querríamos olvidar, pero no podemos, al menos no del todo.

En el edificio hay una decena de despachos por planta con muchas placas en cada puerta, excepto en la de lo de Manel. En esta solo hay la placa de un abogado muerto certificando que por una cuestión de herencias oficialmente el espacio no es de nadie. No llego a tocar la puerta, Pol me abre. Recuerdo que si dejas la ventana del baño de hombres abierta escuchas perfectamente las idas y venidas de los ascensores, las conversaciones de la gente en el rellano. Una vez pasé dos días repasando paquetes de legajos, siempre con el oído puesto en una visita que no se produjo. Fue cuando crucé la línea, la primera vez que Pol me encargó un recado y yo me hice el loco sobre su ética, su legalidad. Cierto, ese fue mi pecado original. Esa vez.

No ha cambiado nada, todo continúa lleno de cajas de cartón y archivadores, todo tiene polvo, pero no mucho, alguien debe darle un repaso de cuando en cuando. No pasamos del recibidor, ¿para qué? No hay un espacio más cómodo que otro.

¿Problemas? –Pol no se anda por las ramas.

¿Qué puedo decir?, ¿qué debo callar? De golpe soy consciente que la solución más sencilla para Pol es simplemente librarse de mí, que soy yo el problema… y una mierda, el problema es Badía.

He visto a unos tipos rondando la oficina.

Pol calla y parece examinarme más profundamente.

¿Qué clase de tipos?

Ladrones, violentos...

¿Más que Hacienda? ¿De qué los conoces?

De locales nocturnos, la noche, hace años, muchos.

Pol reflexiona. Pol antes hizo una broma con el fisco. Pol está raro.

¿Estás seguro de que su… negocio tiene que ver con nosotros?

No, puede haber algo más interesante en el edificio.

¡Seguro!, pero nosotros somos más visibles.

Existe una cierta relación… documental entre ellos y yo.

¿Sí?

Tanto si somos el objetivo como si no...

Hay una flecha muy grande apuntándote y no nos gusta llamar la atención. ¿Qué vas a hacer?

Intentar ocuparme, si te parece bien.

Ocuparme, ¿por qué he dicho esto? No tengo las más mínimas ganas de pensar en ello y ahora ¿quiero ocuparme? ¿Me estoy creyendo mi propio papel de lacayo servil? ¿De hombre eficaz? No tengo más remedio. Pol sonríe y parece mascar las palabras en su cabeza.

¿Generará gastos?

Me gustaría que fuera tan fácil… Comprarlos y adiós. Pero el que es el líder, el que pienso que debe ser el líder, es... complicado.

Entiendo. Ocúpate.

En el tren, regreso a casa, reconozco muchas caras, gente como yo que vuelve a la seguridad del hogar después de arañarse unos haberes en el mercado. Pocos cuellos azules, muchas mujeres con preparación, una falsa oleada de mejora social que invade poco a poco el límite de la periferia metropolitana. Es mentira, solo somos desplazados, gente que ya no puede vivir en el centro. Originarios de barrios que pasaron de insalubres a chic en un parpadeo, emigrantes de tren de cercanías. Yo al menos no tengo deudas, no pago colegios, ni hipotecas, ni automóviles. Suena mi móvil y recuerdo a BigG y mi imperio inmobiliario y pienso que ya voy bastante apretado, que yo también cargo mi cadena. Espero que no me arrastre al fondo.

¡Pinocchio! ¿Come va?2

¡Uf! Hoy complicado.

¿Y eso?

Trabajo, siempre trabajo. Hemos tenido una inspección de Hacienda...

¿Otra?

En realidad no. La otra vez se la hicieron a… no me acuerdo exactamente, una de las delegaciones que quebró. Quebramos, creo.

¿Qué pasará? ¿Tendréis problemas?

Ya los tenemos. Muchas cosas son según criterio. Ellos tienen uno, contabilidad otro. No solemos protestar mucho. Nos rendimos enseguida.

¿No tenéis nada por lo que valga la pena luchar?

La pena, la pena de verdad… yo solo te tengo a ti; creo.

No intentes adularme, majadero –ríe.

Ni lo intentaría. ¿Todo bien?

Ella entre risas me explica algo acerca de los diferentes materiales que van llegando, y de sus enfrentamientos con BigG en la recta final de la obra. Oigo su voz sin escucharla. Jodido Badía, jodido Badía no me vas a quitar esto.

 

1Dulce no hacer nada. En italiano en el original.

2Pinocho, ¿Cómo estás? En italiano en el original 

 

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