Mr. Útil -Capitulo XII- El jefe negocia el calendario de pagos
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StreetArt-Pueblo Seco- Desconocido 2024 |
Miguel se encuentra muy cómodo en este tramo de la avenida; no es extraño, en ambas aceras, de una esquina a la otra los comercios de más relumbrón le pertenecen. Se siente tan en su terreno que me ha vuelto a olvidar. Apoyado ligeramente en el poste del semáforo, conferencia sin alzar la voz con alguien que habla mucho y solo recibe negativas. Me mantengo bastante lejos para no parecer maleducado. Pero como ha hecho tantas paradas desde la puerta de su despacho hasta donde nos espera el coche como que ya me aburro y comienzo a poner la oreja, solo por distraerme, mientras repaso mis mensajes. Las cosas con Miguel no van tan suaves como cuando aprobaba los presupuestos sin mirarlos. Esto siempre es una señal de que el negocio no va tan flotante como antes o que te pone los cuernos con otro proveedor. Intento contar de cabeza a cuánto ascienden sus próximos pagos, no son moco de pavo. Los negocios son así.
–Perdona, estaba vendiendo –me dice cuando por fin cuelga.
–Es la única excusa que puedo aceptarte.
Martín, el chófer, también debería estar harto de esperarnos, pero es su oficio, ya debe estar acostumbrado. No sé si Miguel sabe conducir, de lo que estoy seguro es que no coge taxis, ¿para qué?, ya tiene a Martín, le llama desde cualquier lugar en cualquier momento. Después este se hace delante las chicas de servicio el sacrificado, el próximo al boss, ese mismo que ahora me amenaza con un dedo larguísimo mientras me alecciona.
–La venta está cerrada. Ahora no puedes decepcionarme.
–Ten tranquilidad; entregaremos en fecha.
Y si no rodarán cabezas. De cuando en cuando alguna se tiene que cortar. La mata brota más fuerte.
–¿¡Has cambiado el coche!?
Pregunto, no me suena el auto del que Martín aguanta la puerta para que entremos, vista de perfil parece tan gruesa como se espera lo sea la de un submarino. Miguel gusta de 4x4 de gran tamaño y blindados, Martín dice que son clase cinco. No tenía idea a qué se refería, así que consulté con un profesional, hay uno a solo tres cuadras, como dicen aquí, en aquella dirección. No se distingue en nada de un concesionario de autos corriente, solo que los vende blindados. Algunos los adaptan ellos mismos y otros los compran ya carrozados. A lo que iba: el tipo me dijo que hoy en día los clase cinco son un poco exagerados para el país, al menos desde que no hay sublevados, y puede que antes también lo fuera, a no ser que tuvieras que hacer algo allí arriba, en las montañas. Le pregunté qué se hizo de la guerrilla. ¿Se rindieron? ¿Los mataron a todos? ¿Simplemente desapareció? No recuerdo por qué, pero no me dio respuesta. Martín tampoco sabe qué contestarme. No creo que los mataran a todos, si no, a Miguel no le gustarían tanto sus coches. Ahora sentado en el asiento trasero da dos palmadas sobre la tapicería y se digna a contestar mi pregunta.
–¿Ahora te has dado cuenta? Sí, la mierda alemana tenía problemas con los recambios, ahora nos hemos pasado a la mierda americana. ¿No es así, Martín?
Martín gruñe algo que solo suena remotamente humano. Es igual, solo es una pregunta retórica; Miguel no espera su respuesta y comienza a interrogarse a sí mismo sobre al restaurante al que vamos a ir a comer en principio, famoso por su carne, hasta que decide que no está a la altura y que mejor comamos pescado en un sitio pequeño y secreto del que le han hablado. ¡Pequeño y secreto! Será un desastre, estará lleno hasta las trancas con todo el quién es quién de la ciudad. De entrada, me niego a cambiar de restaurante, aseguro que necesito un trozo de carne. Miguel continúa en sus trece, mi negativa no va a detenerle; lo sé desde el principio; simulo una tibia resistencia y me dejo convencer. Al fin y al cabo, hoy él es el cliente y el cliente siempre... bueno, siempre es el cliente. Además, estas victorias sobre quién se cruce en su camino le ponen de buen humor y al final es más fácil negociar con él.
Llegamos, acerté, ¡claro!, ¿cómo no iba a ser así? El sitio pequeño y secreto ya no lo es, el cruce donde se encuentra está saturado de carros de precio estacionados en el mínimo rincón posible, muchos con el chófer dentro impasible. Martín nos deja frente a la puerta y se larga, no sé bien bien dónde. Como en todos los sitios de este país alrededor del atril que siempre hay junto a la puerta —sujetando el libro de reservas— hay unos cuantos tipos recios, de trato pegajoso, enfundados en trajes baratos. No hemos reservado, proclama con orgullo Miguel, como en todos los sitios de este país a los que he ido con Miguel esto no es un problema, el maître, la maître en este caso, aparece de debajo de una piedra conjurada por su voz y nos consigue una mesa, que es descartada inmediatamente por su proximidad al lavabo. Rechazamos mil excusas y nos instalamos en la barra mientras nos preparan otra. Miguel pide por mí y me encuentro con una copa que contiene cosas como clara de huevo, aguardiente y no sé qué más. Nunca le he visto el qué a beber, esto es un problema con clientes como él, que les divierte tener una imagen de libertinaje controlado, muy de gran mundo. Sorbe la mitad de su copa y sonríe.
–Bebe, bebe, es nuestro cóctel nacional.
–¿Tenéis un cóctel nacional?
–Somos una nación joven, necesitamos tradiciones desesperadamente, tradiciones que no sean las de los cholos, claro. Son una gente fantástica, pero porque lleven aquí mil años más, no tienen por qué dictar las normas, al menos en los cócteles. Bebe, después pediremos un Chardonnay, frío como una lesbiana madura.
No entiendo el chiste, debe de tener mucho de localismo; el líquido me sube a la cabeza inmediatamente y con él el recuerdo de que sí, sí que nosotros -un nosotros poco definido- tenemos en el terruño un cóctel nacional: la sangría. Un brebaje empalagoso y cabezón que los turistas se tragan por litros. Odio el alcohol, odio lo que hace en la cabeza, esa falsa seguridad que proporciona. Te posee, dejas de estar al mando, hay un tipo que se parece a ti al volante, se parece mucho, pero definitivamente no eres tú. Sol dice que si quiero creerlo así estoy en mi derecho, pero que a ella le parece que, desgraciadamente, con una copa soy más humano. ¿Humano?, ¿quién demonios quiere serlo?
Me he sulfurado en un momento, tengo que respirar, tranquilizarme, distraerme, por eso atiendo a la conversación de Miguel con un tipo que renta espacio publicitario y se nos ha unido en el restaurante, llama a los carteles superficies y a las semanas intervalos; me gustan las jergas sectoriales, pero como he bebido lo poco de esta que hoy escucharé para mañana ya la habré olvidado. Me molesta poder perderme algo que en otro momento pueda ser importante, por eso abandono la copa en un rincón y cuando por fin tenemos una mesa, antes de sentarnos, soborno a una camarera para que me consiga un vaso de agua con hielo.
Miguel habla de su último viaje a Roma. Roma ese apilamiento de épocas, Trastevere, el Pecorino... Todos tenemos anécdotas de Roma, y por un momento volvemos a ser gamberros de colegio de pago o congresistas muy poco preocupados por su congreso. Ha sido muy divertido, me he vuelto a enfurruñar cuando me he dado cuenta de que la camarera no ha aparecido con la bebida y que, distraído, me he bebido media copa de un vino blanco que huele muy bien y deja la boca un poco áspera. Me digo que resignación, pero cuando llega mi agua no me puedo estar de explicarle a la camarera cual es el intervalo idóneo desde que se pide una bebida hasta que se sirve, igual me extiendo demasiado, porque cuando paro para respirar me doy cuenta de que todos los de la mesa me están mirando, ¿qué mierda les pasa?, ¿no estoy en mi derecho de quejarme? Noto como me cambia la cara, es como una señal; todos echan un ojo al vaso de agua con limón, ahí enfrente mío, después a sus relojes y entre sonrisas deciden que es una buena idea cambiar de bebida y piden agua también para ellos. Tomamos cafés. El publicista se levanta y pide a la maître que sume la comida a su cuenta –nadie tiene cuenta hoy en día en los restaurantes, solo si se tienen intereses en él, o sea que se está exhibiendo–. Luego frunce el ceño, nos mira directamente y nos suelta muy serio que no comencemos a pedir copas y añadirlas al final de la nota. Sonríe ampliamente, contento de su propia actuación, agita la mano y desaparece. Un buen tipo.
Miguel y yo discutimos o simulamos que discutimos, empujando fechas de pago arriba y abajo hasta que los dos nos quedamos agotados o satisfechos, un poco de cada. Martín nos recoge en la puerta y primero retorna a Miguel a sus dominios. Nos despedimos estrechándonos las manos en el interior del coche, después él baja, se queda plantado en medio de la avenida, su avenida, agitando la mano con una sonrisa en la cara mientras el tanque disfrazado de auto se pone en marcha y me lleva al hotel.
Me duele la cabeza y estoy furioso. Seguro que me han timado con los pagos. ¿Por qué no le he pedido a Martín que me esperara? Me podría haber llevado al aeropuerto. Me miro en el espejo de cuerpo entero, ahí estoy, solo me reconozco ligeramente en la imagen. Maldita bebida.
Suena el móvil, es Roque. Tiene una idea para solucionar la metedura de pata de los rubíes. Me repite muchas veces si me doy cuenta de la gravedad de la situación –porque sí, resulta que es grave, más de lo que al principio me quiso hacer creer, ahora ya es la gran metedura que cada vez parece más complicada–, después me susurra si soy consciente de lo que me costaría quedarme sin su agradable colaboración para acabar soltándome su gran plan. Roque ha perdido la cabeza y a la vez tiene la solución idónea para el tipo de situación en la que estamos encallados. Le digo que tengo que colgar y ni le autorizo –ni le prohíbo–, la operación. No es la primera vez que pienso que Roque comienza a ser tanto una fuente de pedidos como de complicaciones. Puede que esté llegando el momento de una restructuración. Sí, ya está aquí.