Mr Útil -Capitulo VII- Badía atiende dos llamadas, antes de una corta reunión en el desayuno
1
Suena el puto teléfono, lo busco bajo la cama en la oscuridad palpando en el suelo, hasta que lo encuentro donde lo dejé.
–¿Sí?
–¡Tienes que venir a buscarme! Ya no lo aguanto más, los curas son malos. Volveré a casa y trabajaré contigo en el campo. Llevaré el tractor, siempre dices que llevo bien el tractor.
–Es verdad, pero no puedes volver ahora, todavía no. Tú has de ser bachiller y tampoco es época de arar.
–¿¡Bachiller!? ¡Bachiller! Yo no quiero ser Bachiller. Yo quiero volver a casa.
–Volverás, pronto volverás.
–No es verdad, no volveré, os habréis ido, para siempre, me quedaré solo, con los curas mucho tiempo.
Dice un montón de cosas más que no entiendo porque comienza a balbucear y además se olvida de acercarse el auricular a la boca. Es igual, es mierda vieja lo que suelta, el resumen de por qué nos odia ya se lo he escuchado muchas veces. Fue siempre su excusa a la hora de joder a todo el mundo. El teléfono escupe una voz nueva, femenina, autoritaria, antes de que acabe la primera frase ya la odio.
–¿Con quién hablo? ¿Quién es usted?
–¿Quién soy yo? ¿Quién es usted? ¿Sabe qué hora es?, ¿qué hace mi padre fuera de la cama?, ¿lleva las zapatillas puestas, la bata?, se resfría con mucha facilidad. ¿Quién es el responsable del turno...?
Y continúo un rato poniendo a la muy mamona en su sitio. Cuando me canso acepto su mierda de disculpas –no hay que pasarse, coño–, y pido con un tono más normal que dejen ponerse a papá cinco minutos, a ver si se tranquiliza. Cuando se pone ha cambiado de cantinela y ya no se cree que soy el abuelo, ahora cree que soy yo, un yo de hace unos años.
–¿Eres tú?
–Sí, soy yo, papá.
–¿Cómo pudiste?
–No es tan difícil, solo hay que dejar que pase.
–¿No te parece mal?
–Lo que está bien y lo que está mal siempre me ha parecido... muy parecido. ¿Tú cómo lo distingues?
–Volvió tarde, no dijo nada, ojalá hubiera llorado, hubiese dicho algo. Me habría dado cuenta. ¿Por qué no hiciste algo?
–Vi que era inevitable, cuando lo vi ya no se podía hacer nada, como cuando se cayó la sopera de la abuela, ¿recuerdas aquella Navidad? Qué coño vas a recordar tú. Confía en mi palabra. Fue así, como con la sopera, en un momento piensas que la tienes, al siguiente se ha escapado y ya no hay forma de recoger nada que no sean pedacitos.
–Eres un monstruo.
–Hay mucho de ti en este monstruo. No peleemos, papá, es hora de descansar. No queremos volver a resfriarnos. A la cama. Buenas noches. Dile a la hermana que se ponga. Adiós, adiós.
Masculla algo entre dientes, ya ha perdido la concentración. Le repito que pase el teléfono a la bruja, que es su carcelera; lo hace. En los momentos de confusión, que imagino como viajes entre momentos de su vida que revive una y otra vez, es bastante influenciable, suele hacer lo que le dices. La voz de mujer regresa. Doy más instrucciones, recibo más disculpas. Cuelgo.
Soy un buen hijo, llamo mucho, pago las facturas, le visito los domingos. Subimos a la terraza a tomar el sol. Yo me tumbo en la poltrona, él se queda junto a la barandilla mirando a lo lejos callado. Otras veces habla, intenta reescribir su vida, montarse una puta coartada. Esos días pienso en llevarle a pasear por el borde, pedirle que salte al patio interior. Pero eso sería darle demasiada importancia. Yo no soy la consecuencia de que él sea… ¿gilipollas?, ¿un cabronazo? Yo soy algo más, mucho más, en realidad, todo.
Me duermo rápida y profundamente, hasta que suena de nuevo un teléfono, no es el mío. Pachuco me ha endiñado un trasto como quien hace un favor. Ahora todo son llamaditas, como si estuviéramos enamorados. Yo se las respondo de cuando en cuando. Como ya es de mañana -la luz atraviesa las persianas y dibuja líneas en el techo de la habitación- y no quiero dormir más esta vez se la contesto.
–¿Hola?
–No coges el teléfono.
–Estaba en el cine.
–Quiere verte. ¡Ahora!
–Ningún problema –miento–. ¿Dónde?
– Donde siempre.
Y me cuelga. ¿Dónde siempre? Como si fuéramos íntimos. Pachuco me molesta, esos aires de encargado. Si es tan competente, ¿qué hago yo aquí? Quizá debería pensar más en esto.
2
La mierda de salón recreativo, encendidas todas las luces y colorines de la fachada, es todavía más cutre que a oscuras. El segurata de la puerta es el mismo de la otra noche, me saluda con un gesto de la cabeza, yo le sonrío y parece de lo más feliz. Es pronto pero ya hay viejos dejándose la calderilla en las tragaperras.
El Patrón está frente a la barra en un taburete, es gracioso verle trepar por uno, parece que escale a un lugar muy alto. Allí sentado mientras sus pies cuelgan en el aire parece un gnomo de jardín maligno. La barra es pequeña, casi un simulacro de bar, no se espera que la gente pase mucho tiempo pimplando, este trabajo se lo reserva El Patrón para él.
–Quieres un Bloody Mary. ¡Lo mejor para la resaca! No es una leyenda.
–Bien, ¿por qué no? –¿porque me acabo de levantar, capullo?, me digo.
El tipo feo que atiende la barra ahoga tomate en un lago de hielo, vodka y apio y me lo sirve en un vaso limpio y bonito que aterriza sobre una servilleta frente a mí. Lo pruebo; no está mal, solo el justo punto de alcohol para quitarle la inocencia. ¡Qué huevos! ¡Está estupendo!, tanto que me molesta. Lo encuentro fuera de lugar en este antro.
–Muy bueno. ¿Dónde aprendiste a hacerlos? –le doy cháchara al camata, debe ser el puntillo del alcohol que me pone sociable.
–En un libro.
Al menos en esto el tipo es sincero. El Patrón arranca a hablar, pero una máquina vomita un montón de campanillas y trinos y le interrumpe. Algún tonto por ahí atrás cree que ha tenido suerte. El Patrón sonríe.
–Me encanta ese sonido. Es la música de la suerte. Hace feliz a la gente, cuando son felices gastan más.
–¿No gastan cuando son desgraciados? –pregunto por preguntar. Llevo una copa en la mano y estoy sentado en la barra de un bar, mejor seguir el rollo de qué colegas que somos.
–¡Ja! Gastan igual, pero por otros motivos. El trabajo no es darles motivos, es darles la oportunidad.
¡Qué listo! Hasta ahora nadie se había dado cuenta de esto. Se debe haber tomado un puñado de quitarresacas y se siente un gran conocedor del carácter humano.
–¿Ese asunto que te pasé? —me pregunta, con casi un guiño.
–Sobre ruedas, ya está maduro –Tranqui, que tendrás un pellizco, cabrón, estoy a puntito de soltarle.
–Puede que tenga algo más para ti, quizá una cosa para tiempo. Un puesto en plantilla. ¿Me sigues?
Me hago una idea de lo que sería estar en su puta plantilla. Pachuco va soltándome trocitos, como quien deja un rastro de miguitas, tentadoras para un pajarito. Yo pienso que señalan el camino a la mierda.
El Patrón está colgado, se ha metido tanto en su película que ahora no puede salir. Sueña con ser el rey, qué digo el rey, el emperador de la mierda. El muy capullo tiene planes, se ve controlando el barrio al estilo de una chabolera. Su ideal de vida debe ser el de patriarca gitano. Está picado con sus cuñados cales. No es un buen plan. No en el centro. ¿No ve a los turistas? Todo, todo esto, está caducado.
–¿Y bien?
–Paso, Patrón. Tengo otro compromiso. Soy un hombre de compromisos, por eso estoy aquí, ¿no? Tampoco me gusta dejarme ver mucho tiempo por un sitio. Mola que piensen en uno, pero no puedo coger el trabajo.
Se queda pasmado. La película de su coco es tan brillante, tan clara, que no puede tragar con que alguien no flipe de primeras, loco por apuntarse. Se cruza, lo primero que le viene al tarro es hacer algo dramático, no aceptar un no por respuesta, lo veo en sus ojos.
Luego se enfría, le entra en la mollera que soy un freelance, un passarell además de un recomendado y recuerda que ya tiene a Pachuco. Se convence rápido que puede pasar con el Indio, que impone más de primeras. Yo soy un torpedo, aparezco de la nada y exploto, tengo mi utilidad, claro. Volveré a tenerla.
¿Piensa esto? Es lo que debería pensar, tiene que tener un poco de cerebro para haber llegado hasta aquí. Bueno, para llegar hasta donde está él solo te hace falta un mayorista, con género en condiciones, es más complicado mantenerse.
–Bien. Ahora tengo que moverme. Las cosas tienen que seguir rodando. Me pasaré a tomar otro de estos antes de irme -digo.
Sonrío, saludo. Dejo una propina, me largo. El segurata parece decepcionado, le he roto el corazón. Ya en la calle le vuelvo a echar un vistazo a la fachada de colorines. Hay dos clientes en la puerta fumando y hablando de quinielas, deslumbrados por las luces de colores y una cosa llamada suerte. ¿Cómo acaba uno hipnotizado por las ruedas de una máquina que gira y gira, un chirimbolo al que es imposible ganarle? ¿Igual que yo he acabado aquí, aguantándole las gracias al gordo? El gordo… ¿dónde guardará la pasta? Si es que tiene algo guardado para los días malos, porque los días malos llegarán, ya lo creo que llegarán.
Estoy cansado de estar plantado mirando las luces, éstas, todas, esperando que me den premio, que me acompañen por el borde. ¿Por qué no paso de esta mierda? ¿De esta charca? Es lo único que hago, rondar por la basura olfateando la tensión como un perro que busca un hueso. ¡Qué huevos! Si me pusiera encontraría alguna otra manera de... ¿hacerme pajas? ¿No crees? ¿¡No!?
¡Que te jodan!, podría. Seguro.