Mr. Útil-Capitulo VI- El Tío de los Recados se va a Oriente
![]() |
Cara 001 |
1
El coche nos envuelve, cómodo, suave, silencioso. Es un modelo japonés. He olvidado todas las características que lo hacen tan especial, tan diferente a otros, aunque Pol, el Señor Ciscart, mi jefe, me las acaba de explicar. Yo solo sé que es bello, con esa belleza que solo se consigue con la máxima adaptación a la función y el desprecio a todo lo demás. Me gusta más que otros de su cuadra, en constante rotación, demasiado llamativos.
Hago un esfuerzo por prestar atención. Pol está hablando de problemas con bancos. Desprecio a los bancos tanto como ellos me desprecian a mí. Es quizá la relación que tengo más clara. Ninguna de las dos partes hace nada por ocultarlo. Todos los pueblos tienen los gobernantes y bancos que se merecen y a veces son los mismos. Paso mucho tiempo en los bancos. Mi nombre está en todas las bases de datos. Principalmente hago movimientos de efectivo. No son grandes cantidades, solo el gasto corriente de una empresa internacional. No hay afán de ocultación, es solo por rapidez. Los bancos siempre encuentran excusas para retener el dinero en su intestino digital.
Hay poco personal en los servicios de caja en los bancos, creo que nada les haría más felices que no tener que trabajar con efectivo. Lo puedo comprender. La pasta ocupa mucho espacio, se deteriora, necesita almacenaje especial, todo eso son gastos y más gastos. Ellos, los bancos, sueñan con un paraíso de transacciones electrónicas, sin cash, sin oficinas, sin empleados, en que los clientes se hagan ellos mismos el trabajo y todo sean beneficios. Mientras arriban a Utopía están como irritados, se devoran unos a otros, cambian constantemente de sitio al personal y piden más y más datos, confiando en que algún día puedan transformarse en dinero, como aseguran los gurús.
Pol me parece más delgado y moreno, como comprimido, devuelto a la adolescencia dentro de sus ropas caras e informales. Entiendo lo que me está diciendo: La Firma tiene problemas con los bancos, con los transportistas, problemas de ineficacia, de arbitrariedad. Su solución es como siempre: hacer el trabajo nosotros mismos. Si hay instituciones que se interponen entre nosotros y el deber sagrado de ganar dinero las evitamos y punto.
–¿Así te parece bien el día dos?
Como siempre es una pregunta retórica, me tiene que ir bien: él me lo pide. ¿No es así en todos los trabajos? Y yo casi prefiero volar miles de kilómetros para hacer cola delante de funcionarios de aduanas de países casi imaginarios, que hacerlo en las oficinas bancarias de la ciudad. O lo prefería, como ya me esperaba, desde que aumentó mi retribución, el ritmo y la distancia de mis viajes se ha incrementado, tanto que comienzo a preguntarme si sale a cuenta.
–Tenía una cosa en el registro mercantil, pero la adelantaré al día uno... espero.
–¿Sabes si en caja queda algo de divisa, del último viaje?
–No lo sé, algo tienen que haber seguro.
–Llévate esta, por si acaso.
Y me alarga su tarjeta blanca y platino sin identificar. Me informa que tiene un saldo disponible al equivalente a lo que gano de base en un año y que la contraseña es la de siempre.
–Para emergencias.
No sé de qué emergencia me puede sacar una tarjeta de estas que no me pueda sacar una de las normales. Pero, claro, no digo ni pío y me la meto en la cartera. Este tipo de tarjetas es lo más en el gran mundo. Al no estar identificadas a una persona determinada significa que el que las blande es alguien muy cerca del centro del banco. Visten muchísimo, vienen a decir: ¡no tienes ni puta idea del dinero que tengo! ¡Me he comprado un jodido banco! Ese es su mensaje, uno que no veo ningún motivo por el cual yo lo deba recibir, al fin y al cabo, trabajo para él, ya me tiene situado en una cómoda inferioridad. Debe ser nueva, la acaba de conseguir, no ha podido evitar presumir de ella delante de nadie todavía y por eso me la ha enchufado. De aquí a un rato la notará a faltar y se enfurruñará. Seguro.
Pol me deja en la estación del ferrocarril. Antes de bajar a los andenes subterráneos la llamo. Su teléfono comunica. Ella habla más tiempo con su madre por teléfono que conmigo, por cualquier medio. ¿Hago algo mal? ¿No le presto suficiente atención? De entrada, soy muy lacónico con el auricular; mi conversación media dura... veintidós segundos, me informa el celular. Ella puede pasar horas, literalmente horas, y una vez acabada la conversación llamar a su hermana para comentar y repetir las mejores jugadas.
Mientras espero el tren se me ocurre que, si mi vida fuera una narración, un relato, en algún momento tendría que aparecer un personaje cabalmente honrado. Alguien que fuera un contrapunto a la falta de escrúpulos de mi círculo, a mi desconcertada moral. Supongo que existe alguien así. Yo no lo he conocido, nunca. Esto es solo una concordancia blanda, porque, claro, yo no soy muy sociable. Puede que corran muchos seres puros por ahí. Es posible que cuando llegue el arrebato, la abducción, veamos subir hacia el cielo a millones y millones de justos. O esta ya pasó y fueron tan pocos los llamados que, en general, nadie se dio cuenta.
Aquí en el tren interurbano atravesando la masa boscosa salpicada de chalets que cubre la distancia entre las pequeñas ciudades, pienso, como te digo, que si esto fuera un cuento al uso, por facilidad narrativa, el de Pepito Grillo sería un papel para Ella. Si Ella no fuera Ella. Vibra el móvil en mi bolsillo y, claro, es Ella. Inspiro fuerte, esperando que se me baje un poco el colocón, porque no veas como voy, ¿no lo habí8as pillado?.
–Estaba pensando en ti -le digo.
–Mentiroso.
La primera en la frente, responde con una cierta agresividad a cualquier comentario que pudiese ser catalogado como cortés o lisonjero o… ¿romántico? Ella es una chica dura que me pregunta:
–¿Cómo te ha ido el día, Pinocchio?
–No he matado a nadie, solo lo he pensado tres veces.
–¿Cuál es tu récord?
–¿De pensar menos veces en ello o de pensarlo más?
–Los dos.
–Cero e innumerables.
–No sé si es una respuesta muy clara o muy oscura. ¿Cómo sigue todo? ¿Alguna novedad?
–Solo que viajo otra vez, por eso te llamaba antes.
–¿Cuándo? ¿Muchos días?
–El día dos, solo por un par de noches.
–¿Adónde vas?
–Al desierto.
–¡Fiuuu! –silba–. ¿De nuevo? Cada vez te dan más cuerda. ¿Es complicado?
¿Complicado? No lo sé, toda la zona, todo el oriente próximo está caldeado quizás más que habitualmente, pero justo mi destino y las otras monarquías petroleras del alrededor no. No sabría decir por qué, o sí: el dinero siempre es una excelente defensa contra el descontento.
–Es una zona franca, nadie te pregunta nada, ni cuándo entras ni cuándo sales –contesto.
–¿Y a la vuelta, aquí?
–Fácil, solo es un tránsito.
Entramos en un túnel, comienzo a perder su voz. Ya no me pide nunca detalles de nuestros malvados planes para evitar pagos de impuestos y maximizar beneficios. Al principio se moría por saberlos y hacerme comentarios morales que yo, más o menos, ignoraba. Ahora he corrompido su carácter y su postura con respecto a mi trabajo tiene más o menos esta estructura:
a.– Por definición la riqueza es un exceso, esto provoca deficiencias en el carácter; en quien la posee y en quien se acerca demasiado a ella.
b.– Saber esto no sirve de nada, la vida es muy dura y estirar un poco la goma es inevitable.
c.– La Firma me tendría que pagar más dinero, aunque el dinero nunca cubrirá la deuda que tiene conmigo y mi dedicación (quizás ajustaríamos cuentas con una estatua, o en su defecto una placa, muy grande y muy dorada).
Mi resumen propio es que es fácil tener una moral cuando la paga otro.
2
Mi vida parece ir a trompicones. Hoy ya es mañana y en la próxima inspiración es el día dos y estoy volando. Dicen que volar demasiado es peligroso. Tus células sin la protección de los kilómetros de atmósfera que dejas por abajo sufren un bombardeo de partículas llegadas del espacio y las posibilidades de sufrir un cáncer crecen exponencialmente. También los sistemas del cerebro que miden el tiempo se acaban achicharrando ¿Es esto lo que me pasa? ¿De ahí viene la sensación de irrealidad que tengo con todo? ¿Importa? ¿Podría jubilarme prematuramente alegando algo de esto, sin que fuera cierto, claro, solo exagerando un poco? No creo. Lo olvido.
Yo tenía miedo a volar, todavía tengo un poco, claro; pero solo en aviones pequeños, nunca en uno de estos grandes aviones de dos pisos. Aquí a cuarenta mil pies de altura –que no tengo idea como de alto es–, corramos en contra o a favor del sol, tengo la absurda sensación de que, todavía, todo es posible. Es fácil creerlo mientras sentado en mi sillón de clase turista preferente –o algo así– me dejo agasajar por serviciales doncellas que se esfuerzan en servirme, refrescarme y alimentarme entre un mar de sonrisas. Sonrisas que nunca son más bellas que cuando solo las intuyo a través del velo que colgando de su gracioso sombrerito despliegan mientras sobrevolamos el espacio aéreo iraní. Sí, el último petardo que me fumé era de campeonato.
El gran pájaro toma tierra con suavidad y la sensación de maravilla que me ha acompañado durante las siete horas de vuelo se desvanece rápidamente. Oriente me golpea fuertemente en forma de calor nada más salir de la terminal. Sin que venga a cuento recuerdo que no tengo nada para fumar. Sé lo que te dije antes sobre el fumo, los viajes, los aeropuertos y mi carácter, pero no me voy a complicar la vida con la sharia. Por eso todo mi quitapenas se ha quedado en casa. Siento un pico de ansiedad. ¡No tengo na pa’ fumá! Paso, de todo, de mí. Creo que la misma dinámica de la situación me espabilará en un momento.
Llego al hotel pasada la medianoche. Es un cinco estrellas que se pretende lujoso y a mí más me parece recargado. En la recepción enorme y abovedada las arañas de cristal parecen flotar en la nada y el mostrador tiene el aspecto de un bloque de hielo azulado. Me dejo influir por el ambiente y por mi pertenencia a la industria de lo prescindible y me obligo a examinar la decoración y como ha sido ejecutada. Entro en el ascensor y repaso los materiales que lo adornan; hay superficies pulidas y con textura, panelados de raíz, moqueta, vidrio grabado, el suelo es un delicado mosaico de mármol en dos tonos –creo que rojo Alicante y verde Guatemala–, acero pulido en las puertas y pasamanos dorados. El derroche continúa en el pasillo entre más moqueta gruesa y puertas de marquetería. La habitación que me ha tocado en suerte tiene cuarenta metros cuadrados, la cama es más ancha que larga y cubre su cabecera suficientes cojines para detener un tanque. Me tumbo sobre ella y me siento como una cereza sobre una bola de helado de nata, la blandura que me rodea por todas partes no parece segura, tengo miedo de ser escupido por el colchón, resbalar y caer al suelo o peor aún: ser engullido y desaparecer para siempre. Me levanto, el aire acondicionado está puesto a veintidós grados, intento desconectarlo o al menos subirle la temperatura; no lo consigo. Me pregunto si acabaré durmiendo bajo el edredón de plumas –pensaba que era una broma cuando lo vi, una muestra de lujo innecesario, pero, joder... hace frío–. Me digo que imaginaré que duermo en la fría noche del desierto. No tengo que imaginar nada, esto es el desierto, en los ochenta del siglo pasado aquí no había nada. Igual en los ochenta de este vuelve a estar vacío, aunque el paisaje que me muestra la ventana de la habitación pretenda negarlo. Luego se me ocurre que si esto es el desierto ¿por qué hace tanta calor de noche? ¿La contaminación? ¿El mar?
Llamo a casa, allí deben ser las seis o las siete.
–Buenas tardes.
–¡Pinocchio! ¿Qué tal? ¿Tuviste buen viaje?
–Cansado, ya estoy en el hotel.
–¡Coge todos los potecitos!
Su voz tiene un deje de alegría infantil. Es capaz de entusiasmarse por cosas muy sencillas, por ejemplo los jaboncillos de los hoteles.
–Aquí rige la ley islámica, más o menos, me da miedo que me pillen....
–Los ponen para que te los lleves.
–¿Estás segura? ¿Has visto El expreso de medianoche?
–¿Una película de frikis?
–Trata sobre las aventuras de un tipo, encarcelado en Turquía, por subir en un tren sin pagar.
–Los comportamientos incívicos han de ser castigados...
–Hablando de comportamientos… ¿BigG?
Llevo todo el día más o menos preocupado. Mañana, hoy, tienen que entregar un gran ventanal, una pieza de carpintería metálica que ha costado un dineral. Está contratada la entrega a pie de obra, lo que significa que el transportista la baja del camión y la deja en el suelo, tal cual, y son mis operarios, los operarios de BigG, quienes han de acarrearla a través de escaleras y pasillos hasta su lugar, un hueco cubierto ahora con diferentes plásticos además de una cortina de baño vieja. Como mi experiencia es que nadie cumple horarios ni fechas de entrega no sé si conseguirán coincidir los dos equipos. Además, la duda me corroe. ¿Son mis medidas correctas? ¿Girará en las escaleras? ¿Habrá que desmontarla?
Escucho su voz, la noto tan preocupada como yo. Sí, se acerca la hora pactada y no hay confirmación de las partes, ni camión, ni BigG. Esto me debería enfurecer, creo, lo que me produce es un gran cansancio.
–¿Y si no aparece BigG? Se quedará a la intemperie.
–No le pasará nada, es una ventana, está hecha para eso, ¿no?
No me creo mis propios raciocinios, mil fantasmas de ladrones de aluminio y niños con piedras corretean por nuestra imaginación. Nos intranquilizamos un poco más el uno al otro y colgamos.
3
Despierto. Tan cansado como cuando me acosté, mi cuerpo quiere dormir más, estoy de acuerdo, pero hemos de ponernos en marcha. Parado tras las puertas del hotel, confiando que el altísimo portero negro me consiga un taxi, intento que mi cuerpo absorba las máximas frigorías posibles antes de enfrentarme al calor exterior. He de concentrarme, estar atento, tomar precauciones contra los rateros –otras formas más organizadas de crimen no sueles verlas hasta que te caen encima–, recordar que lo más importante es como manejes los dos o tres primeros segundos, que la solución casi siempre es la misma: gritar, llamar la atención, correr. Correr.
Todo sirve de poco cuando los que te hacen la cama son tu propio gremio. En general todo lo que se le roba a un joyero, a un bróker del lujo, otro tiene que venderlo, ¿no? Freno mis pensamientos. ¿Qué hago aquí? Un recado sencillo, un puerto franco, recoger materia prima y volver a casa. Esto es un país civilizado, tan peligroso como casa. No te pongas paranoico. Vigila y punto.
El taxi es una burbuja de aire acondicionado, con vistas a una ciudad futurista en continua construcción y donde todos los automóviles son nuevos. No puedo disfrutar del paisaje, en cuanto bajo del taxi el calor es tan real, tan sólido, que atravieso rápidamente el parking del mercado viejo del pescado buscando una sombra. No he querido que el taxista supiera que voy al zoco de los joyeros, porque..., bueno, porque le tengo prevención a los taxistas. Así que cruzo un puente peatonal provisional, que cruza sobre la desviación provisional de la avenida provisional y me meto en el conglomerado de callejuelas estrechas.
El zoco frente a los muelles viejos es una de las pocas partes de la ciudad que estaba aquí antes del petróleo, tiene el mismo trazado desde hace mil años, los bajos continúan ocupados por tiendas y los pisos por oficinas, solo cambia que ahora los edificios son un poco más altos y, claro, hay más oficinas, Por un momento pienso que el ambiente es exactamente igual que el barrio junto a la estación de Amberes, no cambian ni las caras que te miran a través de los escaparates. Después veo las tiendas de especias puerta con puerta de las joyerías y me retracto.
Atraído por el olor entro en una. Especias y frutos secos, diez tipos de pistachos diferentes, nueces, cien tipos de dátiles..., pero parece que el producto estrella es el azafrán, azafrán persa de pistilos larguísimos color rojo oscuro, al peso mucho más caro que el oro. Traído, cruzando el estrecho, en grandes barcos de madera, pintados de azul y blanco, llenos de puentes, sobrepuentes, pasarelas y barandillas de madera torneada, barcos que parecen tan antiguos como el mar donde flotan. Faenar en este mar es un trabajo complicado, hasta peligroso. Los persas y los árabes llevan siglos, casi un milenio, enfrentados. Practicar ramas diferentes del Islam es, más o menos, la excusa actual para la bronca entre ellos y sus aliados. Se pasan la vida devolviéndose embajadores y poniéndose ultimátums confirmando que lo que más tienen en común es una gran opinión de sí mismos. Los hombres de los barcos de madera se resignan, cuanto peor está la situación, cuantos más impedimentos, más sube de precio el azafrán y más sale a cuenta traerse un poco de Persia y regresar con una carga de cloro, sal y filtros, porque todo el mundo sabe que no hay nada que le guste más a un persa que una piscina.
¿Debería sentirme cercano a los hombres de los barcos de madera? ¿Soy un sucesor suyo? A veces tengo la tentación de verme a mí mismo como un contrabandista entre las islas. Uno de los hombres de Simbad, alistado con los cargadores de Nostromo, un tipo duro, la mirada puesta en el horizonte y la cabeza puesta a precio por el barón de Monpracem. Siempre a un paso del desastre o de la nobleza.
Mi ensueño desaparece, estoy en la puerta de una tienda de frutos secos de un país absurdamente rico y un paquistaní intenta venderme un Rolex falso. Frente a mí pasan grupos, casi todos de hombres solos, todos muy ocupados en la difícil tarea de hacer dinero. Un poco más abajo una anciana acuclillada, vestida de negro, con la piel del color del cuero viejo, parece pedir limosna. Digo parece porque frente a ella tiene una bolsa de lino blanco con un pañuelo negro abierto dentro y la gente le deja monedas; lo anacrónico son las joyas –pulseras, un adorno nasal, todo en oro– que lleva puestas. Me pregunto qué uso social lleva a esta mujer a pedir limosna.
Encuentro el edificio que busco, tiene la entrada en la parte posterior. En el callejón hay un murmullo continuo en el aire, el de cientos de aparatos de aire acondicionado, a toda pastilla, que junto a los ascensores ocupan casi todo el espacio disponible, por eso las oficinas son pequeñas y carísimas. Hay cola para coger el ascensor; yo subiría por la escalera si el único guarda de seguridad me dejase. Como esto no va a pasar, me resigno, subo con un grupo de hindúes y creo que una pareja de judíos orientales por como van espalda contra espalda y siempre atentos a todo.
La oficina, el staff, es diminuta. Una caja fuerte es la protagonista, ocupa casi todo el espacio útil. Secundarios: tres sillas –una de ellas rota– una mesa, y un joven sonriente. Todo está ligeramente sucio, bueno, bastante sucio. El joven es hindú, de casta brahmán y familiar de alguien, condiciones indispensables para estar en el negocio, por lo que es impensable que limpie nada que no sea su propio culo.
El joven sonríe porque yo sonrío, pero no las tiene todas consigo. El intercambio, la recogida, tendría que haber sido más rápido, entrar y salir. Las piedras en sus blísteres y con sus certificados están encima de la mesa, entre él y yo. Debe llevar diez minutos intentando decidir si es educado volverlas a guardar en la caja o esto me ofenderá. El problema es que no tiene autorización para dármelas, me explica, autorización que no llegará antes que el dinero, dinero que él supone transformado en datos y viajando entre continentes. Yo asiento y expreso mi poca confianza en los bancos y cotorreo sobre que al dinero le cuesta poco salir volando, pero aterrizar es otra cosa, por lo que él y yo sonreímos y simulamos que esperamos una llamada de Delhi, Hong Kong o algún sitio más al oriente.
Y digo simulamos porque estoy seguro, casi al cien por cien, de que el dinero –ese que nuestro banco no quiso transferir aquí por alguna oscura razón– ya obra en poder de sus mayores. Que Miss Contabilidad lo ha depositado con suavidad donde le indicaron y que los trinos de los celulares que reposan sobre la mesa son ecos de otras cuestiones. Ya te dije que mi inglés es parco, por no decir inexistente, con eso quiero decir que me muevo por el mundo con una colección de frases, bastante amplia, pero muy específica del ramo. Una conversación informal, hoy, es un trabajo para el que me siento incapaz de ponerme. Por suerte el joven sonriente recibe llamadas por sus dos móviles y tiene poco tiempo para mí. Por uno habla más alto y suena a que da concisas explicaciones y recibe órdenes, por el otro es más breve y usa un tono más bajo, bajo de tono y de volumen. Tengo la sensación de que intenta dotar su voz de más suavidad y de paso que yo no escuche lo que dice, no vaya a ser que entienda el pastún.
Entre tanta sonrisa y llamada sus manos primero inconscientemente y después atareadas van recogiendo la mesa, un clip va a parar al pote seguido por dos bolis y un lápiz, dos carpetas desaparecen en un cajón inferior… llego a la conclusión de que este muchacho está deseando que me marche, para marcharse él. Tiene miedo, o quizá tienen miedo por él, ¿de qué tiene miedo?, ¿tiene algo que ver conmigo? Cada vez me encuentro más tenso, para disimularlo sonrío más todavía, hasta que noto que mi cara es una máscara tan tensa que creo que se agrietará de un momento a otro. Por enésima vez suena el móvil A, un aparato de calidad y muy usado, la conversación es corta. Noto el alivio en su voz cuando me dice:
–All it's ok! Thanks for wait Sir.
O algo por el estilo, ya que pronuncia todas las vocales diferentes a como yo lo haría. Prepara un sobre acolchado con el género y me lo ofrece con ambas manos. Yo lo acepto con una inclinación que queda bastante ridícula, sentado, así que me levanto y me voy sonriendo mientras el muchacho comienza a vaciar la caja fuerte rápidamente.
Cierro yo mismo la puerta tras de mí e inmediatamente tengo un ataque de paranoia, no sé definirlo de otra manera. En el rellano hay un montón de puertas, parecen casi amontonadas unas contra otras. Todas las puertas son blindadas, además tienen delante rejas practicables pintadas con mil capas de pintura, desde detrás de ellas las mirillas parecen observarme, igual que lo hacen las cámaras de vídeo cutres instaladas por los inquilinos que hay por todas partes. El corazón se me acelera, las puertas de los ascensores parecen demasiado grandes y estar colocados en sitios inverosímiles. Llamo al ascensor, espero. Llega; pulso el botón de la planta baja con la idea de que baje vacío y llegar yo antes por la escalera. ¿Por qué hago esto? No sé, en las películas lo hacen siempre, te da cierta ventaja si alguien te espera, creo. Es igual, no sirve para nada: no me espera nadie, solo el guardia de seguridad con el teléfono pegado a la oreja y cara de asombro. Masculla algo en mi dirección que parece una reprimenda poco entusiasta por no usar el ascensor, pero continúa fascinado por lo que le cuentan.
El aire en la calle es como un caldo. Callejeo un poco rodeando las pequeñas manzanas, llevo una ruta que vuelve sobre sí misma continuamente, una ruta que solo un turista despistado llevaría. Sé que pasa algo, me digo a mí mismo, puedo olerlo, el viento cálido del desierto huele a problemas. Otro trozo de mi mente comienza a reñirme por peliculero. No tengo tiempo de perderme en reflexiones, todo cambia, las persianas metálicas de las joyerías comienzan a bajarse, a la vez que tipos recios salen del interior y se plantan al frente con cara de dolor de estómago. Todas las tiendas están cerrando, rápida y silenciosamente, y la avenida apenas conduce autos. Como un viernes de Ramadán, en que todo el mundo desaparece hasta la noche, pero no es Ramadán, ni siquiera es viernes. Acelero el paso por instinto. Apenas hay peatones, solo algún grupito de tíos comentando algo que les parece muy interesante. Tras un escaparate, veo en un televisor un busto parlante sumamente preocupado que da la entrada a filmaciones de unos notas que, aunque se cubran la cabeza con manteles de restaurante italiano, parecen muy importantes.
Pasa un coche de la policía zumbando y luego otro más. Los autos policiales, 4x4 beige de fabricación japonesa, siempre van arrastrándose como caracoles, fotografiando las matrículas de los coches mal aparcados –aunque la leyenda sostiene que el jeque o el sultán o el rey, no recuerdo quién, los utiliza para filmar a sus súbditos constantemente, cosa que a nadie parece importarle un carajo–. Siento la necesidad de ocultarme, instintivamente me cubro la cabeza con mi propio pañuelo –porque lo tengo, aquí hace falta uno– y acelero aún más el paso. Los taxis han desaparecido, los coches han desaparecido y la gente se disuelve en los zaguanes y los callejones. Continúo caminando, no tengo más remedio.
Entonces siento una vibración a través de los pies que confundo con el paso del metro hasta que el trueno que la acompaña me saca de mi error. No pienso ni un momento en pirotecnia, aquello ha sonado malo, muy malo. La poca gente que queda se miran atontados y luego salen corriendo en todas direcciones. Yo no soy menos. No tengo ni idea de lo que está pasando, pero en realidad tampoco me interesa, tengo el género que he venido a recoger, mi trabajo es volver a casa. Me hago una aproximación de hacia dónde queda el aeropuerto y tomo esa dirección.
El problema es que la explosión parece estar entre el aeropuerto y yo. No se ve ni un taxi, bueno, sí, uno que pasa, tocando el claxon, lleno de hombres muy enfadados. De aquí al aeropuerto debe haber siete u ocho kilómetros de metrópolis futurista a medio acabar, no es un paseo agradable ni cómodo, pero me siento incapaz de meterme en una caja con ruedas y abandonarme a los caprichos del tráfico, aunque, claro, sería una caja con aire acondicionado. De todas maneras, me pregunto: ¿qué me espera en el aeropuerto? ¿Turbas agrediendo a los extranjeros en los alrededores? Toda la información que tengo sobre estas situaciones es la que me han inculcado los telediarios y no sé distinguirla de la propaganda. Si la cosa ha sido gorda es posible que una milicia o el ejército esté ocupando el aeropuerto. Si es el ejército, mejor, es más fácil que sean continuistas, garantes del status quo y no tengan ganas de ir deteniendo a extranjeros.
No sé si eso incluye a extranjeros con los bolsillos llenos de diamantes. El género que llevo encima me señala, me hace evidente. ¿Es más una carga que una ayuda? Pienso por un segundo en deshacerme de él. Lo descarto, descubro que en mí hay un poso de dignidad, relacionada con hacer el trabajo; es lo único que hago más o menos bien, es algo que me define, aunque solo sea delante de mí mismo. Hacer el trabajo, con el menor esfuerzo posible, sin que esto se note implica a veces hacer una inversión de dedicación. ¡Qué coño estoy pensando!, necesito un petardo.
Continúo andando, intento llevar un buen paso, pero es difícil, las avenidas se cortan y se bifurcan por las gigantescas obras de todas ¡todas! las infraestructuras que el hombre pueda imaginar. Camino por un campo de obstáculos, desviándome al este y al oeste, cuando yo solo quiero ir al sur. Hay poca gente por la calle y ninguno parece local, almas perdidas como yo. Ahora que pienso, ¿qué aspecto tiene un local?, ¿qué pañuelo es el adecuado para aparentarlo? No sé si realmente he visto alguno, todo el mundo parece aquí emigrante o de paso. De nuevo otro coche de policía y otro más, tan rápido que rozan la temeridad preocupados en llegar a donde sea a hacer no sé qué. Engancho una calle que primero corre paralela y luego bajo al metro robot que construyeron empresas japonesas, pensando que fuera el más –¿limpio?, ¿rápido?, ¿sostenible? No recuerdo el paradigma –del mundo. En este tramo es un monorraíl elevado. Lo oigo, primero atrás, luego atrás y arriba hasta que el sonido me adelanta por encima y a mi izquierda, con su zumbido de insecto eléctrico.
Un anciano corre hacia mí sujetándose un antebrazo de forma antinatural. Aunque pasa a unos diez metros y solo le veo mascullar, sé que el hombre está rezando. ¿Qué pasa? ¿Ha tropezado, se lo ha roto y ahora tendrá que ir al hospital? ¿Alguien le persigue? ¿Huye de algo? ¿De qué?
Reduzco el paso, la avenida desde hace más de un kilómetro solo es una cinta de asfalto bordeada por una acera de adoquines rosas y jardineras que se adentra en un desierto salpicado de vallas y estructuras de hormigón a medio acabar, en este punto está prácticamente cubierta por los viaductos de la autovía y del metro entrecruzándose sobre nosotros. Al frente, elevada, la estación del metro vista desde aquí recuerda las valvas de una enorme almeja dorada.
Como tantas estaciones de este país esta parece estar en un sitio donde los hombres difícilmente puedan acceder a pie: un vacío que el nudo de carreteras que rodean solares en todas las etapas de construcción no consigue llenar. Hay personas, solas y en corrillos, en las escaleras que permiten el ascenso a la vulva, todos atentos a los mensajes perentorios de la megafonía. Estos son cortos y provocan gran cantidad de cuchicheos y movimientos bruscos. Paso de largo y continúo avenida abajo. Poco más adelante un grupo de ocho, diez hombres, con grandes bigotes negros, vestidos bastante uniformemente con chalecos, camisas largas y bombachos del color de todos los tonos de la arena, agitan mucho las manos al hablar excitados. Este grupo no es como otros, este parece mucho más ¿cohesionado?, ¿activo? No me gustan, no sé por qué. Me planteo ¿cambiar de acera?, ¿volver sobre mis pasos? Un hombre vestido de un blanco níveo cruza la calle y comienza a imprecar al grupo. Con grandes aspavientos, intenta encaminarlos en una cierta dirección, como quien avienta un rebaño. Unos pocos parecen decidir que es una buena idea y se ponen en marcha con un gesto que parece aprendido, automático; otros no se mueven. Uno de estos, el que tiene los bigotes más grandes y negros se encara al de blanco. Los que se iban se detienen a escucharle. Vocifera un rato, recibiendo el apoyo entusiasta de un par, hasta que acaba en silencio, inmóvil, mientras enseña las palmas de las manos. Todo muy teatral.
Chilaba Blanca le observa un segundo y como en un truco de magia saca de no sé dónde una pistola grande y brillante –muy grande y muy brillante– y le dispara en el pecho. La detonación no es más fuerte que un corcho de champán; parece una broma. Eso ha pensado Bigotes Negros. Se le ha visto en la cara. ¿Es esto una broma? ¿No lo tengo todo bajo control? ¿Por qué el suelo viene tan aprisa hacia mí?
El resto de la colla Ropas de Arena sale corriendo en mi dirección y pasan volando bajo a mi alrededor. El último es el hombre más grueso y me roza al pasar, dejándome un profundo olor a cúrcuma y menta. No puedo evitar girarme sobre mí mismo y seguir su carrera con la vista hasta que desaparece tras el talud de un solar.
Chilaba Blanca continúa gruñéndole, no sé qué, al caído con grandes gestos de manos y brazos, hasta que se da cuenta que este no piensa levantarse nunca más; suelta una interjección y comienza a intentar ponerse el pistolón en la faja, pero o la faja es demasiado pequeña o el arma demasiado grande, es lo que pienso estúpidamente paralizado, como un conejo delante los faros de un auto que dicen. Entonces es cuando repara en mí el tipo de la pistola, parado en la calle observándole. ¿Tengo algún plan? ¿Plan? Salir corriendo. Entonces, ¿cuándo voy a comenzar? ¿Ahora? ¿En un segundo? ¿En qué dirección? No sé contestarme, solo puedo pensar en que el aeropuerto está más allá del hombre vestido de blanco.
Debo retroceder, he acabado en un cul de sac con un chalado peligroso. Doy un par de cautelosos pasos hacia atrás y me paro, Chilaba Blanca no tiene interés por mí. Un ruido que hace un rato parece flotar en el aire ha ido ganando protagonismo, un ruido como el que haría un grupo electrógeno con el escape roto, un grupo electrógeno lleno de carracas. No veo lo que lo produce, pero sé dónde está, allí atrás, tapado por los barracones, en medio de una nube de polvo. Chilaba sí que lo ve y retoma su danza de grandes brazadas y gruñidos, aportando además algún puntapié al cadáver, mientras agita el pistolón. El ruido se detiene, solo se escucha un pálpito de baja frecuencia. Chilaba grita de entusiasmo y adopta una pose de triunfo. Veo radiante en su cara escuálida de enfermo una sonrisa, a la que le faltan un puñado de dientes, una sonrisa que al instante siguiente desaparece tras una bruma rosa y Chilaba se derrumba desmadejado. Inmediatamente el concierto de carraca se pone en marcha otra vez como preludio de la entrada de un blindado –que me parece muy grande– pintado con franjas color arena tras el cual siete u ocho soldados se parapetan. Casi sin pensar comienzo –ahora sí– a correr con los brazos en alto.