Mr. Útil -Capitulo I- El Pulga anda a los Cerros
![]() |
El vermú. Foto de Julito Almela |
Nepomuceno, Nemo el guapo, desde lo de la Señora Rosita se había girado, a mi entender girado del todo. De últimas cada vez pasaba tanto más rato liso y callado que presente a lo que fuera, y cuando lo estaba no es que tranquilizara, porque su hacer no era en nada parecido al que le conocía. Como de antes que se le volara el espíritu verlo tapado con tanto silencio ya era mala señal acabé convencido de que algo se nos venía, el qué no sabía decirlo, pero nada bueno. Y siendo que el presentimiento ya me andaba pesando, para descargarme le expliqué lo que tenía de a diario delante los ojos primero a mi cuñado y después los otros, sin hacer sangre, solo como comentario, que no es saludable ir señalando en nada a los que están por encima de uno. Lo conté, pero nadie vio en su ceño más cuantía que la del luto impuesto y me quede peor que antes, porque me la daba que del Nemo aquel que habíamos conocido solo quedaba el paso firme, uno que ahora solo él sabía dónde lo llevaba.
La mañana de autos fui a buscarlo con mi Chevy y me abrió al primer golpe de aldaba, ya listo para salir, sin siquiera sueño en los ojos, cosa que estaba dejando de ser novedad pero continuaba siendo raro, porque él de siempre gustaba de la música y el tequila y había sido tan difícil de levantar, y ahora… Yo ya me preguntaba si es que pasaba la noche y la madrugada entera al otro lado de la puerta misma, sentado en una silla esperando para alzarse y andar a donde fuera al momento; que ya no durmiera, que solo esperara.
Con estas, cuando el sol comenzaba a colgarse hacía lo alto el cielo, nos fuimos hacia el Norte, a un pueblo chico que muchos mal conocen como sitio bueno para mojarse, puede que porque desde el que le dicen Barrio la Ermita más que verse se adivina el rio y al otro lado los estates, que allí son abiertos y planos. A los que lleva el coyote por ahí no saben que no es buen sitio para pasarse, porque como es fácil de vigilar la migra lo hace y quien lo intenta la paga rápido. Es bueno entonces arrimar allí grupos, para tener entretenidos a los marshall y dejarles llenar atestados y andar tú con tu negocio a otro lado. Pero esto solo lo sé porque me lo han contado, que coyote nunca he sido ni seré. ¿Por qué?, porque yo no soy hombre de campos y veredas, ni siquiera soy de esta nación, que yo nací allá en Rosario y eché los dientes en Matanzas y si ahora he acabado aquí es historia larga que no viene a cuento explicar, pero que con lo dicho es fácil de entender que es en la ciudad donde más yo me encuentro. Si nos fuimos para allí, donde el llano se encuentra con los cerros, fue porque nos lo mandaron, pero poco hicimos, porque tal como llegamos nos dieron razón de que al poligrillo que buscábamos –uno que salió corriendo, cuando mejor hubiese sido que se plantara–, le había dado tal mal beber que en su propio vomito se había ahogado. ¿Qué quieres?, yo que me alegré por no tener que darle el franqueo y que me volvía ya la mar de contento cuando a Nepomuceno le dio por salirse de su melancolía para desconfiarse de que aquello que contaban los de allí fuese cierto y con las mismas ponerse a preguntar sobre aquél aquí y allá, hasta que le dieron razón del lugar a arrimamos, que era dónde los suyos se debían despedir del encargo de cuerpo presente.
No eran muchos a aquellas horas, más bien ninguno, para acompañar al estirado. Este, dentro de un cajón barato rodeado de las flores mustias que debieron ser antes de otro, ocupaba a la vera de la iglesia casi toda una caseta chica encalada por dentro y por fuera, que bien podría haber sido una cuadra antes y ahora nada era. Una estancia que desbordaba con los lamentos de dos viejas, una de llanto rácano, chirriante y otra de dulce, a la que se le entendía de cuando en cuando:
—Te me mataste, hijo, te me mataste…
Y de ahí no salía. Pues eso, dimos una mirada al finado para ver qué era quién andábamos buscando. Nemo dijo que sí, que era ese, aunque en circunstancias parecidas yo siempre me quedo con la duda, porque fuera de tenerle mucho conocimiento un muerto nunca se parece bastante a la foto de un vivo. Pero eso es algo que me guardé para mí y después de dejar limosna y persignamos un par de veces, volvímosnos para el coche y qué yo ya tenía la manija en la mano, cuando Nepomuceno se plantó en la plaza, miró para la montaña y después de un silencio, dijo de acercarnos a un villorrio de indios que moraban allí en los cerros, arrimados a la ermita.
—¿Y por qué esto, Nemo?
—Porque he oído hablar de un hombre santo, que allí, con frutos de su oficio te apaña muy buenas bendiciones.
Me había olvidado de comentar qué el Nemo se había vuelto muy de talismanes y cobijas bendecidas, de rosarios, picos de gallo y patas de conejo, de balas de plata y estampas de vírgenes negras. Volverse no, digo mal, que siempre lo había sido de supersticioso. Porque yo a estas vainas, vengan de donde vengan, de un choza en el cerro o del palacio episcopal, les llamo así tal como suena: supersticiones, que a la fin, todas, hacen más mal que bien al que se deja enredar por ellas. Que mis devociones se quedan en el Santo Cristo, que es quien de todo me ha de perdonar, si me llega el arrepentimiento y está en su querer.
Volviendo a la causa de la plática, pues tras la propuesta del Nemo yo me vine a protestar, con que se nos caería la noche encima. Digo que si yo me resistía a subirme a los cerros lo hacía por ganas de regresarme a la casa, pero también, y lo vuelvo a decir una y cien veces, porque yo no andaba tranquilo con el Nemo, que llevaba tiempo que no era el mismo. Le diré, en confianza, que había mudado sobre todo a la hora de rematar las faenas graves, que él de siempre, como es de ley, en estas había sido pronto y sin adornos, tanto que muchas veces, las todas, quien le hubiera caído la negra no tenía tiempo ni de santiguarse, que era un aquí y un adiós; todo como debe ser cuando uno es profesional. Pero ahora le había dado por emplaticarse con quién tuviera el honor, llevárselo a pasear, darle de beber y llenarlo de preguntas primero y después de recados, para este y para el otro. Y en tales escenas yo desconocía al Nemo, de tan presente que estaba en aquello y tan ajeno del mundo asustado me tenía también, por qué no decirlo, de la posibilidad, que siempre la hay, que la Federal apareciera por la esquina y lo fácil se complicara más allá de lo demandado en la cosa.
Pero bueno, por no discutir y también por un poco por la pereza de plantarnos de vuelta en la city demasiado rápido y que nos dieran otra tarea, cedí rápido a su propuesta, y como ya andaba refrescando de lo más agradable le bajamos la capota al Chevy y carretera pedregosa arriba que nos fuimos.
A donde llegamos no se puede decir que fuera barrio, más bien eran cuatro chozas, apretadas contra la ruina de una ermita alta, que lo era de alta por plantarse sobre una peña gorda y negra que remataba todo, una piedra que no parecía corresponder con el paisaje, tal cual si hubiera caído del mismo cielo para señorear un sitio triste, sin un perro, ni un niño, ni una gallina alborotando la calle. El único ser vivo que vi, tras la puerta entornada de un chamizo, fue un borrico que de tan silencioso parecía más muerto que dormido. Bajamos del carro, yo pensando que a alguien tendríamos que preguntar para ver donde íbamos, pero fuera del auto, ya con el motor apagado, el airecillo de la tarde nos traía como el tañido de una campana rota y el Nemo, en escucharlo, se dirigió hacia él por una calle que no lo era, por tan toda llena de cantos rodados, tal que fuera un torrente llegando de ninguna parte.
Y así subiendo la calle el día se nos fue tapando, como si la noche tuviera prisa por ponerse a la labor y cuando coronamos la loma pudimos adivinar más que distinguir, a la vuelta, tal que un recinto cuadrado y abierto lleno de sacos, y en el mismo medio bajo un chamizo de chapa la fornal y el banco taller de un platero, cosa rara de ver abierto a los cuatro vientos. Los tañidos aquellos, como es fácil de adivinar, venían de los golpes medidos –sobre un yunque pequeño y brillante, que yo supuse de acero– con que un indio viejo y tiznado daba forma a alguna cosa. Al acercarnos el indio cejo con su golpiza, aunque no creo que fuera por nuestra presencia, sino porque ya debía haber domado el pedacito metal que ahora examinaba de cerca con cara de conocedor. Y mientras lo hacía me di cuenta de que los bultos, las sombras, que se guarecían bajo el techado no eran todos sacos de carbón, sino que eran más indios, sentados en el suelo, enrollados en sus cobijas, tal que hiciera mucho frío, que no era así. Y en estas uno de ellos, uno con una nariz tan grande que no parecía corresponder a un rostro curtido como rebenque, se levantó y se dirigió a nosotros, mejor dicho al Nemo, que le ofreció tabaco, como es de educación. Pasaron un rato haciendo humo y platicando sobre esto y aquello, el tiempo y el fútbol, de los gringos y su muro, como con mucha tranquilidad, hasta que el indio preguntó si acaso en nuestra visita había interés en alguno de los productos aquellos que el del martillo facturaba. El Nemo lo estaba de interesado, anda que lo estaba.
Sentados en dos tocones, el indio pudo frente a nosotros dos paños doblados que al abrir dejaron a la vista las platerías y las filigranas. He de decir que no soy entendido en joyería, pero algún aderezo a alguna chamaquita le ha caído y de mis visitas al joyero, pocas y espaciadas, he llegado a la conclusión que la virtud de una joya bien trabajada es que parece concentrar el sol y la luna en ella y que solo se verá desmedida cuando es comparada con otra de mayor calidad o arte puesta justo a su lado y bajo la misma luz. Lo dicho no sé si explica que al poco rato de ir viendo y sopesando tanto collar y tanta pulsera a mí no me quedaban ganas ya de más brillos, que me sentía como empachado de belleza y hubiese apañado cualquier cosa solo por acabar con el desfile. Nemo pareció ser también de mi opinión, y en voz baja le dijo al indio que él no iba buscando adornos, si no protecciones y aquel asintió y desapareció con sus paños, para volver al poco con otros llenos de atrapasueños, relicarios y encadenados de amor. Pero esto tampoco hizo contento a Nemo, que renegó de ellos y aclaró en que él ya no esperaba protección aquí sino en el camino hacia el otro barrio. El indio pareció pensarse mucho lo que decir y solo abrió la boca para soltar que eso que pedía era cosa delicada, que para que la pieza cumpliera su objetivo había que fabricarla a la necesidad de cada cuál y más importante aún: que fuera momento adecuado para forjarla. Y dijo más cosas espesas que yo no entendí, pero me dejaron el entendimiento de que el horóscopo de la joya y quién la luciera tenía que coincidir y quien solo podía aclararlo era el artesano del martillo, que si estaba en nuestro ánimo esperar que él consultaría en cuanto el otro finiquitara la tarea que llevaba entre manos. Como Nemo asintió recogió su muestrario nuevamente y se fue a hablar con el del martillo. Yo no esperé a que volviera, le pregunte a una india vieja que allí andaba si algo para cenar podría encontrarme y al poco estaba sentado al borde del cerro, comiendo mole y viendo o creyendo ver un brillo sobre la tierra invisible allí abajo, hacia donde debería andar el horizonte, que me dijeron que era el río reflejando el cielo oscuro.
Después bebí, por curiosidad, por aburrimiento y porque me lo ofrecieron de un mezcal que hacen allá con hojas de una hierba del país, y ese fue mi error o mi fortuna, porque todo el cansancio del camino, de este y el de los días anteriores, pareció subirseme por las patas hasta la nuca y allá que me tumbó, en la misma silla, con los pies en alto sobre la mesa, feliz como un niño, sin saber qué rato andaba yo dormido y qué rato despierto, mientras todas la estrellas del firmamento se dedicaban a asomarse entre las nubes y al pasar sobre mí reírse de mi estado.
De la conversación de mi compadre Nemo y el indio del martillo, que cuando acabó con lo suyo se acercó a la mesa, poco puedo decir. Lo que contara sería invención, porque hablaron con las cabezas muy juntas y bajito, tal que se confesaran y además yo continuaba durmiéndome sobre la silla y ya poco me importaba si se compraban o vendían huesos de santo, pero de lo que vi después, cuando nos acercamos de nuevo a la forja sí que puedo dar fe.
Y esto es que el indio a puro golpe con un martillo chico y el apoyo que le daba el yunque forjó un anillo de oro, del que le dicen rosa, con forma de calavera y a la echura del dedo corazón de la mano derecha del Nemo y cuando acabada la pieza pero todavía estando el metal ardiente marcó con él el pecho de mi compadre, justo sobre el corazón, para después con un punzón abrir las cuencas del cráneo metálico y clavar en ellos dos piedras pequeñas y brillantes de color rojo sangre a modo de ojos. Después otro indio se puso a frotar con arena el anillo, durante tanto rato que volví a dormirme, hasta que por el movimiento o la falta de este me di cuenta de que era acabada la metalurgia, y abrí un ojo para ver al indio del martillo entregando el anillo a Nemo y este, la cara brillante, la frente perlada, se lo puso en el dedo, saco un montón de dólares e hizo el gesto de entregárselos al indio.
Pero este no los apañó, su vista se había quedado prendada de la joya, su mano tomo la mano de Nemo y la levantó hasta la altura de sus ojos y allá que quedaron los dos como hipnotizados, mirando supongo que el anillo, hasta que Nemo dio un tirón de la mano del indio para liberarse y luego forcejeó con el anillo para quitárselo del dedo, cosa que le costó, pues el metal ya frío se encoge y donde antes baila después aprieta. Conseguido, una vez fuera de su dedo lo tiró al suelo, donde quedó sobre los dólares que habían seguido antes el mismo camino, se dio la vuelta y a grandes trancas se fue cuesta abajo.
Pues que primero me quedé plantado, porque no acababa de saber qué cosa estaba pasando, si era sueño o verdad, y después en volviendo en mí salí corriendo detrás de él para alcanzarlo, asustado de primeras que apañará el Chevy y se fuera solo, aunque esto era imposible pues las llaves las tenía yo, cosa que en aquel momento no pensé. No lo encontré en el carro sino mirando a la ermita con una cara de necesidad que asustaba, más en cuanto me vio que se puso a explicarme que aquella iglesia no era una iglesia, que estaba desconsagrada y que él necesitaba rezar, rezar y que le escuchasen. Luego calló de golpe como quien se traga la lengua. Y yo vi que Nemo se había chalado, pero fuerte y solo acerté a meterme en el Chevy y decirle que andaramos para el llano, que en el otro pueblo ya habíamos visto que iglesia bien arbolada tenían. Él no contesto, pero con decisión se subió al carro y para allá que nos fuimos. No dijo nada en todo el camino, que me pareció que se quedaba como escuchando algo que le venía del mismo cielo. Y cuando llegamos al pueblo, a la plaza, me pidió que parara por allá mismo, que él debía andar a sus piedades y yo que lo hice, pero mientras que salía del auto y mis manos apretaban el volante comencé a platicarle con que si tenía necesidad de ponerse a las claras con Dios que era lo mismo en la iglesia esta, que en la otra, que aún bajo el mismo cielo, que Dios siempre escucha, que nunca estás en sitio que él no atienda. Vaya cosas a decir, no sé si lo hacía yo o el mezcal, porque en estos asuntos yo poco tiempo he dedicado a hacerme opiniones. Lo cierto es que no pareció escucharme y se metió en la iglesia. Yo desde la puerta podía verlo, arrodillado frente al altar mayor, y no estuvo mucho rato que en poco, se levantó para persignarse y salirse de la iglesia, pero no se vino para mí, que ya me arrimaba al Chevy, sino que se fue para el chamizo encalado de al lado, donde en cuanto me acerque vi que todavía estaba el muerto en el féretro, pero ya se habían largado las plañideras y como en un sueño, vi como Nemo, grande y recio como era, cogía al finado de la pechera y lo sacaba de la caja sin contemplaciones, para dejarlo como un guiñapo allí mismo. A mí eso me quitó la borrachera casi de golpe y fui a abrir la boca para preguntar qué cosa pasaba, que qué era todo aquello, pero no dije nada y así solo tuve la callada por respuesta. Quedé yo allí parado, pensando si no soñaba, que todavía estaba allí en el cerro, con los indios, bebiendo mezcal, porque lo que veía no podía ser cierto. Que ahora, después de vaciarlo, Nemo ya se metía en el féretro, que le venía pequeño sin duda, pero allí dentro entró y en cuando lo consiguió dio un gruñido, que me sonó a satisfacción, y fue y se metió un tiro.
Y salí caminado de espaldas del
doble velatorio descompuesto, sin poder apartar la miranda del
salpicón de sangre que se había abierto como una flor en el forro
de la tapa del ataúd, allá por la altura de la cabeza del ocupante,
tan ciego a todo que tardé mi tiempo en darme cuenta de que estaba
fuera, en la plaza, y no estaba solo, que estaba rodeado por los
indios aquellos y el de la nariz gorda, a indicaciones del otro, me
preguntaba muy educadamente, mientras me metía un puñado de dólares
en el bolsillo, si sería tan amable de acercarlos a la city
que
tenían asunto urgente de que ocuparse. Y yo pensé en decir que no,
y después en que no era momento para andarme en discusiones, así
que me encogí de hombros y pues para allí que nos fuimos.