Mr Útil -Capitulo II- El Seco se agobia en Milán.

 

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El Tío de los Recados se agobia en Milán



1

Soy el tío de los recados, voy de aquí para allá. Más que por ir y venir de los sitios me pagan por llegar, sentarme y esperar.

Lo dije casi sin pensar, por hacer una gracia. No tuve demasiado éxito, la anfitriona de la fiesta –Eulalia, una amiga de mi mujer, que se interesaba por mi día a día, más por educación que por otra cosa– pareció tomárselo literalmente y dibujó en su rostro un gesto de ¿decepción?, ¿tristeza?, antes de intentar motivarme.

Podrías conseguir algo mejor, ¿no? –dijo.

Creo que en realidad la que considera que puede conseguir algo mejor es mi costilla. No le guardo rencor, sus noticias son que he aprendido a conservar un empleo, pero que en los diez, doce años, que llevo trabajando para La Firma todo lo que he progresado es el equivalente a conseguir que me permitan sacar los cubos de la basura sin supervisión. Un caso muy diferente al de Eulalia y de los otros amigos y conocidos, que en grupos, con copas en las manos y sonrisas en los labios, ocupan la habitación.

¿Cuándo se volvieron todos tan brillantes y exitosos?, ¿Cuándo se volvió un asunto importante que todo el mundo estuviera al tanto de tu puesto en el escalafón? Le pregunto a mi copa vacía. No contesta, así que improviso que debe ser la edad, igual que hubo un tiempo en que todos se casaban, tenían hijos o se compraban casas, ahora todos triunfan en su ocupación o lisa y llanamente lo dejan y se van a criar gallinas al campo. Siempre han sido gente con iniciativa, todo lo contrario que yo. Eulalia y todos estos probablemente piensan que voy a remolque de mi costilla, ¿hasta qué punto es verdad?, ¿importa? No lo sé, la verdad es que estoy lo bastante fumado, para darle a todo una importancia relativa, o diferente minuto a minuto, hasta que al final lisa y llanamente no me importe lo que sea, hasta que puedo olvidarlo, hasta que puedo pasar. Es lo mio, soy un pasota, el último que queda, acabaré en un zoo, tendré mi propia jaula y todos estos me miraran con envidia.



2

Prefiero hacer cualquier cosa ligeramente colocado, ni mucho ni poco. No sé si notaste el otro día, antes que te lo dijera, que estaba fumado; ¿no?, no me extraña, nadie parece darse cuenta. Creo que es solo porque siempre lo estoy, ese es mi estado normal o el que quiero dejar ver. Me gusta la distancia que pone la hierba entre el mundo y yo. Esa distancia me hace más tolerante, más persona. Soy o era, aunque no lo creas irritable, tengo un pronto explosivo que a veces me causa problemas. Por eso por higiene, por prevención, por placer, es lo primero que he hecho al llegar al hotel: fumar. Ya hacía rato que iba con los nervios de punta por ahí, aunque creo que con todo el retraso que ha acabado acumulando el vuelo no es de extrañar.

Cuando me tiro unas horas sin fumar, las suficientes para comenzar a ponerme tenso, el primer peta no es que me coloque, sino que hace que la cabeza me funcione en una forma más equilibrada y es entonces cuando, muchas veces, me entran remordimientos, de ser quien soy, no mentira, me entran por hacer lo que hago. Por ejemplo: ahora que ya estoy más tranquilo, me he instalado y solo tengo que esperar, me planteo que tal como andan las cosas es estúpido pasar, por poca que sea, droga por un aeropuerto, por dos aeropuertos, que es lo que acabo de hacer. Aunque es sencillo por la poca cantidad, no deja de ser flirtear con el desastre, una estupidez. Sencillo y estúpido, todo un pasota, así soy yo.

También me doy cuenta de que hacerme el gracioso -como con Eulalia el otro día-, confesarme -contigo hoy-, abrirme demasiado -en general-, siempre me da mal rollo o me lo da después, cuando se me baja el globo. No soy tan buen pasota como me gustaría ser, hay un trozo de mí que le importa lo que piensen los otros. Por eso, quizás no debería dejarte acompañarme, explicarte nada, pero como ya estás aquí mejor que hagamos un trato: he sido sincero, no me juzgues y yo no te juzgaré. Es un trato estúpido, porque yo no es algo que vaya a hacer, aunque tú lo hagas. Soy así de vago, de tolerante, como quieras llamarlo. Siempre que esté colocado.

Le dije a Eulalia, no recuerdo si llegué a decírtelo a ti, que por motivos de trabajo espero mucho. Espero en bancos, embajadas, ministerios, estaciones, aeropuertos... pero donde más lo hago es en hoteles, normalmente mejores que este en el que estamos –parecía otra cosa en las fotos–. No es mal sitio para esperar –teniendo algo bueno para leer sería perfecto–, pero para recibir gente se queda corto. Aunque he descubierto que la habitación tiene un pequeño gran atractivo: la bella vista1 desde el balcón que cuelga en la trasera del edificio; fíjate, ¿no es hermosa esta confusión de terrazas y tejados a dos aguas en todos los tonos de la arcilla cocida, todo salpicado de árboles, arbustos y matas de flores, que se extiende hasta el horizonte en que despunta alguna torre de oficinas? Desde aquí parece que en esta ciudad tener un jardín es algo muy importante, algo en lo que vale la pena dejarse tiempo y dinero. Aunque vivas en el piso veinte. Yo nunca he tenido mano para las plantas.



3

¿Son estos tejados que te decía el rostro de Milán, capital de Lombardía?, las ciudades tienen muchos rostros, ninguno más real que otro o todos igual de falsos, lo digo porque como no tengo nada para leer he arramblado con los folletos de información y turismo que reparten en la recepción del hotel y he comprobado que en ninguno hablan de las terrazas y los tejados ajardinados. En lo que sí se explayan –además que en el paisaje, en la gastronomía o los monumentos, como hacen todos los folletos de todas las ciudades del mundo– es en lo, y leo: próspera y fuertemente industrializada que es Lombardía. Parece que ante todo les gusta proclamar que saben hacer dinero. Un recuadro en un tríptico cree necesario especificar que sus industrias se dedican sobre todo a la fabricación de productos de alto valor añadido. Es cierto, después de unos años de trabajar en el mundo de los juguetes para ricos te puedo asegurar que si deseas gastarte una cantidad insultante en algo exclusivo y difícil de encontrar, deberías probar a mirar en Milán. Si no tienes tiempo –porque las cosas caras de verdad necesitan tiempo además de dinero–, te lo podemos mirar nosotros –La Firma, la empresa donde trabajo–. Si es una joya lo que buscas, tienes suerte: es nuestra especialidad, no hace falta ni buscarla podemos fabricártela, exacta, la de cualquier catálogo. Jugadores de fútbol, bienvenidos.

¿Suena cómo a que soy un tío con contactos? Contactos alguno tengo, claro, pero recuerda que yo solo soy el Tío de los Recados, son otros los que ocupan el centro del escenario. Yo solo estoy por ahí al fondo, muy pegado al telón, ayudando a que todo se mantenga en marcha, solo una voz más en un coro mudo. ¿Nos hacemos otro peta?

Juguetes para ricos, tal como suena, no conozco palabras que definan mejor nuestro comercio. La gente cuando se entera –no por mí, yo soy como una tumba, esta confianza que te estoy dando es una excepción– lo siguiente que suele preguntar es si nos va bien. ¿Nos va bien? No sabría decirte, mejor pregúntalo en contabilidad, nunca se sabe. Como siempre la economía se está yendo a la mierda y eso se nota. Además, en este ramo siempre vives con la presión que tanto los gobiernos como los delincuentes consideran casi una obligación religiosa desplumarte. La verdad es que estoy casi de acuerdo, ¡ja!

¿No te he entendido bien? ¿No es eso lo que preguntas? ¿Tú preguntas si me va bien a mí, personalmente? Tendrá que irme, no tengo muchas alternativas laborales o las tengo, pero la verdad es que no me apetecen nada. Quiero decir que soy un tipo de esos que su formación donde más arriba del todo le pone es en el peldaño superior de una escalera, frente una caja de conexiones abierta que han tocado cien manos antes. Encima no es una cosa que me sienta capaz de volver a hacer. Sonreír y llevar recados es más descansado y sorprendentemente mucho mejor retribuido. Por eso ya llevo un puñado de años sonriendo y haciendo recados, y cruzo los dedos por poder pasarme un par de lustros más haciendo lo mismo. Eulalia tiene razón, no tengo ambiciones o puede que ya las tenga cubiertas. La verdad es que para un chaval de barrio, porque queda mucho de él por aquí dentro, contemplar el ondulante mar petrificado de los tejados de Milán en esta época del año es llegar más lejos de lo que esperó nunca. Perdona, ¿cuál era tu pregunta?

¡Mar petrificado! Qué imagen más obvia, siento un poco de vergüenza como siempre que creo que he acabado dándomelas de más.

Los folletos turísticos, que leo por segunda vez, me dejan con la impresión de que aquí quieren verse a sí mismos como gente rica, moderna, formal y elegante. Estoy dispuesto a atestiguar que puede que sean modernos y elegantes, pero formales, al menos en los horarios, no. Una sucesión de mensajes retrasa o adelanta mis diversas citas, culpando al tráfico o al tiempo. Como si el tráfico no fuera siempre intenso y el tiempo caprichoso en esta ciudad. En realidad, no importa, esperaré, nadie ha de preocuparse por eso. Acepto que tengo muy poca importancia en el esquema general de las cosas. Solo dadme una habitación de hotel y no seáis rácanos con mi nota de gastos.



4

Suena el teléfono fijo que hay sobre la mesita, por un segundo no sé qué hacer hasta que recuerdo que es algo como esto lo que estoy esperando y me azuzo a espabilarme. Desde el auricular Recepción informa que el Sr. Benelli pregunta por mí. Les ruego que se sirvan pedirle que suba. Abro la puerta de mi diminuta habitación y ensayo en mi mente varias fórmulas para disculparme por su cutrez. Después me pregunto: ¿Por qué debería hacer esto?, ¿tanto denigran la imagen de La Firma estas cortinas amarilleadas? Decido que, aunque soy un subalterno y todo el mundo puede reprocharme algo, no se puede exigirme conocimiento de la hostelería de esta ciudad tan moderna e innovadora. El hotel es decepcionante, a todo el mundo le pasa continuamente.

Un sonido vagamente musical anuncia que el ascensor llega al rellano y el signore Benelli aparece enmarcado al fondo del pasillo que recorre con el paso vivo del bailarín que va hacia la escena.

Amici ¿Otra vez aquí? Últimamente se... ¿Frecuenta? Se frecuenta mucho por Milano–dice, mientras estrecha mi mano.

Es una bonita ciudad, es agradable venir.

¡No lo haga usted en febrero!

Benelli tiene además de una gran sonrisa y un peinado demasiado a la moda para mi gusto en un hombre de su edad muchas ganas de practicar su spagnolo. Es imposible impedirle que me informe sobre lo húmedo, ventoso y desagradable que puede ser un invierno en la ciudad y más en las afueras, donde el palazzo –residencia de la familia desde hace tropecientas generaciones– es un ventisquero, en el que no cierra bien ninguna de las ventanas. Yo asiento respetuoso mientras él se explaya con el tremendo gasto que comporta tanto subsanar la situación como soportarla, pero mi cabeza ha huido a mis propios problemas domésticos y siento la necesidad urgente de llamar y asegurarme que ciertos asuntos –relacionados también con ventanas, además de cemento y ladrillos– van por buen camino. Después paso a preocuparme por si la habitación olerá a hierba, aunque he tenido la precaución de fumar en el balcón de las bonitas vistas. Aún así es posible que huela, igual que mi aliento, mi ropa y puede que mi alma. Comienzo a pensar en la posibilidad de que los fumetas vayan o no al cielo —cuestión derivada de preguntarse si el embolingarse de continuo para pasar del mundo en general, puede ofender al creador, si es que existe y tal—, hasta que recuerdo lo que estoy haciendo aquí y me esfuerzo por prestar atención o al menos simularlo.

Benelli no parece que se haya dado cuenta de mi distracción y continúa con su monologo, de hablar del tiempo, ha pasado a hacerlo de mi ciudad, tan bella y antigua. Sigue con la suya, tan moderna e innovadora –¿no lo había dicho ya?– pero ¡ay!, falta de mar. Lo que hace ganadora en cosmopolitismo a la mía.

Mi intento de pasar del galardón es ignorado, el señor Benelli ya está hablando de cocodrilos. El señor Benelli es un experto en cocodrilos, un amante de esas lagartijas gigantes llenas de dientes. Lo sabe todo sobre ellos, cosa que no es de extrañar ya que, además de otras bestias, vive de ellos; de criarlos, sacrificarlos y curtir sus pieles. La piel del señor Benelli, mejor dicho, la de sus bichos, son adoradas por los mejores diseñadores y últimamente el proyecto de coser y comercializar con ellas, entre otras cosas, los maletines más bellos –y caros, aunque esto no lo comenta– del mundo le está robando mucho tiempo.

En serio. Fíjate en las dos piezas que nos trae: dos portafolios, uno gris marengo y otro azul oscuro; la mayoría de la gente no gana en un año lo bastante para comprar uno. Los saca de un trolley totalmente anónimo y mientras los libera del sinfín de papeles de seda y bolsas de raso que forman su embalaje, da una clase magistral sobre la cría de los bichos, de la cual retengo que criarlos es caro –comen carne y esta es siempre más cara que la hierba–, que la única pieza aprovechable de su piel es el vientre –el resto es duro como la madera e imposible de curtir– y que, como crecen lentamente, para trabajar cualquier artículo más grande que un monedero pasan muchos años de cría. Años que mantienen al signore Benelli siempre al borde de la ruina, acosado por el fisco y los animalistas –palabras que suenan en su boca como insultos–, ¡pero!, ni estos, ni nada, conseguirán rebajar el compromiso del signore Benelli con la calidad y el diseño.

Como siempre me cuenta lo mismo al principio me parecía que el señor Benelli olvidaba mi cara y quien era yo con demasiada facilidad –hasta me habría gustado poder sentirme ofendido, un lujo que mi empleo no me permite–, después descubrí que su conversación deriva tarde o temprano siempre al mismo tema con todo el mundo. La conclusión es que el señor Benelli ante todo es un gran propagandista de su producto y de sí mismo. Además, tengo el convencimiento que sin duda su verdadero pecado es amar con todo su corazón a esos asesinos de ojos apáticos.

Hay una leyenda que dice que, si necesitas deshacerte de alguien definitivamente, es con Benelli con quien debes hablar..., pero bueno, el ramo está lleno de chafarderías malintencionadas supuestamente cómicas.

El señor Benelli se despide para sumergirse en la noche milanesa y yo acaricio con mimo el maletín azul. Es más bien una cartera plana, de dos cuerpos y pequeño tamaño, de una suavidad extraterrena y unos volúmenes que armonizan con el tamaño y la forma de las placas cuadradas que graban ligeramente la piel. Medio embobado se me ocurre que los maletines cuadrados, rígidos, con cantoneras y cierres de latón hace mucho que no se llevan. Nadie necesita ya tanto espacio para acarrear su presentación o los contratos, para eso basta con un pendrive y ya ni eso. El tacto de la piel ha viajado desde las yemas de mis dedos hasta el punto del cerebro que controla el deseo. Quiero uno, es lo que más codicio; uno para mí.

Luego, rápido, se me pasa; esa es mi ventaja: estoy inmunizado contra el lujo, con el tiempo he adquirido tolerancia y no me sirve como remedio contra el aburrimiento. Al rato ya odio a los jodidos billeteros XL, rehecho el embalaje tienen un tamaño considerable y tendré que facturarlos al regreso.

Me carga hacer cola en los mostradores de facturación. Más cuando ni siquiera es mercancía para La Firma, si no uno de esos trabajos que entran en la categoría de favores, un ya–que–vas–puedes–traerme–esto, que Pol, mi jefe, acepta entusiasta y luego descarga sobre mí. Pero no debo quejarme, este es mi trabajo: ser un empleado útil y discreto. Hacer pequeños sacrificios por el bien de mis señores, siendo lo bastante hábil para invertir en ello el menor tiempo posible.



5

El señor Morini, mi siguiente cita, aparece minutos antes de las ocho de la noche. Recepción me comunica que se niega a subir a mi habitación, sospecho que por el mero hecho de demostrar que puede hacerme bajar a mí; siempre me monta números por el estilo.

Justo en el centro geométrico del lobby le encuentro, su ropa tiene un regusto ecuestre, como si estuviera dispuesto a cabalgar hasta la Toscana. Está impresionante con su chaqueta de tweed con coderas, botas brillantes como castañas y un pañuelo Hermès al cuello. No lleva fusta, no la necesita, le sobra con la mirada y sus réplicas cortantes. Plantado en el hall intimida a botones y conserjes que miran desconsolados alternativamente el Jaguar del señor Morini –que bloquea la entrada– y al techo, quizá esperando una guía divina de lo que hacer. Nada más verme me informa de que el tráfico está horroroso, que él no piensa nunca más volver a traer nada al hotel de nadie, porque su tiempo es muy valioso, mucho más que el de un lacayo como yo. Yo acierto a asentir suavemente, con la cabeza respetuosamente ladeada y a recibir un pequeño sobre, del tamaño de una tarjeta de visita, lo que en el ramo llamamos carpet y creo que es una palabra francesa. Con una última mirada furiosa me conmina a mantener mis narices fuera del carpet ya que su contenido no me concierne, antes de marcharse, supongo que a atender el parto de su yegua favorita, con gran alivio del personal del hotel.

El contenido del sobre me trae sin cuidado, no es ninguna novedad para mí acarrear algo que no sé lo que es. Además, si fuera una piedra realmente de precio La Firma me habría informado para que tomase precauciones extraordinarias. Mis dedos dejan que el bulto en el carpet dibujen en mi imaginación uno de los diamantes grandes y lechosos, que saca de no sé dónde. La verdad es que como centros de colgantes y rosetones en ese estilo postcatástrofe, que causa furor entre las clientas más jóvenes, quedan bastante bien.

Decido ir a cenar, mi última visita no aparecerá hasta que toquen las diez. Ahora ya es una hora tardía en este país para hacerlo –cenar seguro, aparecer, no tengo ni idea– y me da pereza alejarme del hotel. Pruebo suerte en el primer restaurante que me encuentro. Al principio me parece haber acertado. Es un local que quiere parecer un molino, una bodega, lo tiene fácil, puede que fuera una vaquería hace cuarenta años y el actual propietario ha arrancado todos los recubrimientos hasta llegar a las paredes originales que se ha limitado a blanquear, después ha rellenado el espacio con lámparas de hierro, muebles en madera sólida, manteles de hilo y gran cantidad de botellas de vino en todos los huecos posibles; abundan bonitas cajas que solo contienen una botella de añada especial.

Me siento por propia iniciativa en una mesa cerca de la entrada, según lo hago veo en una naveta lateral un horno de piedra encendido y me doy cuenta de que estoy en una pizzería. Estoy en Italia y no tengo nada contra la pizza, ¿quién lo tiene?, hasta aquí bien, pero me digo que con esa fuente de calor, tan cercana, es imposible que todo el vino a la vista esté en buen estado. Inmediatamente, ya antes de probar nada, desconfío de la cocina del local, es imposible que sea buena en un sitio que permite que sus caldos se estropeen, por rebajarlos a elementos de decoración. Pienso en irme a buscar un sitio donde mejor gastar mis dietas de viaje, porque doy mucha importancia a esto, a comer lo mejor posible aprovechándome de ellas, no diré que le da sentido a mi vida, pero sí que la hace más distraída. Pero en cuando estoy por levantarme el camarero, que ha salido de la nada, parece leer mi intención y me intercepta. Tengo un ataque de timidez y no sé resistirme a que primero me levante, después me siente en otra mesa en el comedor interior, donde se supone que estaré más fresco, y al final me ponga una carta en las manos. Una carta escrita en cuatro idiomas, lo que me confirma que he caído en una trampa para turistas.

Cuarenta y cinco minutos después, con la cartera muy aligerada, salgo del comedero arrastrando la melancolía de las oportunidades perdidas y con el amargo sabor del radicchio en la boca como todo recuerdo de la cena. De postre me fumo uno de mis últimos petas, es lo mejor que puedo hacer para aliviarme el desánimo.



6

Otra vez en el hotel la signorina Gilera llega veinte minutos tarde, lo que para ella es ser puntual. La recibo en recepción donde me confiesa, entre aleteos de sus pestañas, lo fascinada que está por subir a la habitación de un caballero que no conoce. Le digo que esto no es cierto, que ya hemos coincidido otras veces y que no somos totales desconocidos. La signorina parece fascinada por mis explicaciones en torpe italiano, es su don: siempre parece fascinada por lo que le dices, el resultado es que, si no vas con cuidado, tú acabas fascinado por la signorina.

Yo exagero al máximo mi papel de lacayo servil, intento evitar su mirada lo más posible y voy colocando muletillas, tipo mi esposa opina o mi esposa piensa, siempre que puedo. La signorina Gilera –llámame Carla por favor–, al final se rinde o se aburre y me entrega un estuche con una docena de pequeñas cruces de bronce, presuntamente bizantinas y presuntamente fuera de los inventarios de patrimonio inexportable. También se usan como centro de colgantes de pedrería, y en mi opinión son más resultones que los vidrios del cabrito de Morini. Solo tienes que mirar el aderezo que ahora mismo luce sobre su esternón, un esternón suave y amplio, que parece diseñado para que colgantes y miradas descansen sobre él.

Al final me acuesto, solo, en la estrecha cama de mi habitación y caigo casi inmediatamente dormido. Sueño con la signorina Gilera. Ella y mi mujer se conocen del colegio. Estamos en una especie de reunión, un jardín, el sol es tibio. Ellas llevan bonitos trajes de tenis. Yo estoy desnudo. Encantadoras charlan sobre mis debilidades, mis muchos defectos, intercambian anécdotas y ríen. La vergüenza de verme expuesto en público es tan grande que me salen úlceras en la piel y se me amarga el gusto. El amargor es tan real que despierto. La cena es una pelota en mi vientre, un regusto agrio que llega a mi garganta; de propina se me han comido los mosquitos.

Tengo que sentarme en la cama; a la primera no lo consigo, a la segunda solo estoy sentado tres segundos antes de salir corriendo al lavabo donde acabo vomitando larga y dolorosamente. Eso sí, sin manchar nada, como todo un profesional. Vuelvo a la cama sudado, donde tardo un montón en dormirme.



7

La mañana. Despierto todavía cansado, con grandes picaduras en pecho y riñones, habas rojas y duras que pican como demonios impidiéndome pensar. Todo me parece muy complicado, me cuesta mucho recoger el equipaje y eso que solo llevo la misma bolsa que uso a diario más una muda y un cepillo de dientes.

Envío un mensaje a La Firma, informo de que he recogido el género y que pienso facturar los cocodrilos. Casi inmediatamente recibo respuesta: orden de no facturar los maletines bajo ningún concepto. Esta misma noche ha de aparecer —uno solo, el que superé el casting— en forma casual, en una entrega de premios bajo el brazo de alguien muy importante que va a serlo más. Si se pierden, si se deterioran… No, no se puede correr el riesgo. Después de la conversación sobre la cama el equipaje cada vez me parece más grande e incómodo de transportar. Son muchas piezas diferentes para que la línea aérea lo considere equipaje de mano. Solo se me ocurre comprar un trolley barato, eliminar casi todo el embalaje de protección de los cocos y empotrarlos junto a mi bolsa en el interior. Tengo que moverme rápido, el aeropuerto está muy lejos –creo que a más de cincuenta kilómetros– y a la velocidad que me muevo no me sobra el tiempo.

En recepción me consiguen una bolsa de papel Kraft de buen tamaño, meto los saurios dentro, cuelgo del hombro mi bolsa y salgo a la calle. Me siento excesivamente cargado y vulnerable, como un secundario cómico, chaplinesco. A los cinco minutos me pregunto por qué no lo he dejado todo en el hotel mientras consigo una maleta y me doy cuenta de que, en mi mente, el concepto de no facturar se ha expandido hasta convertirse en no perder de vista los maletines ni un segundo. Es lo que se espera de mí.

No estoy pensando con claridad, ¿tengo unas décimas de fiebre? Camino en la que creo que es la dirección a la estación mientras el frescor relativo de la mañana se desvanece. Tengo la absurda esperanza de encontrarme de cara con un bazar, un emporio chinese, que dicen aquí, o con una tienda de maletas más convencional. Este es un barrio predominantemente comercial, no debería ser extraño. Las tiendas que paso conservan el aspecto exterior de antiguos colmados, bodegas, lecherías, pero todas venden motocicletas rutilantes. No pensaba que hubiesen tantos concesionarios en el mundo, pero mira, sí. Eso o estoy andando en círculos.

Mi carga pesa, la camisa se me está pegando a la espalda. Para rematarlo la bolsa de papel comienza a desgarrarse por las asas. Así que renuncio a caminar, tomo un taxi en una parada y le pido al taxista que me acerque a algún sitio donde poder comprar una maleta sencilla. Vuelvo a preguntarme porque no había hecho esto desde el principio. Necesito un petardo. O me sobran un par de miles.

El taxista que me acarrea, un hombre ya mayor, durante un recorrido de veinte minutos por calles estrechas manifiesta en hilvanada sucesión –con una voz suave, grave y en un italiano tan claro como el de un presentador de televisión–, sus quejas por la escuela contemporánea, los jóvenes que educa, la forma de conducir motocicletas de estos jóvenes, lo anacrónico del uso de bicicletas en ciudad y más aún en carretera –por su papel de obstáculos móviles–, hasta que me convence de que estas son señales, difícilmente ignorables, del cansancio de una sociedad que se desmorona. Una zona de atasco eterno parece darle la razón. El taxista cansado también de su homilía me recomienda que me baje ya y que camine unos metros, que a la derecha encontraré la galería. Pago por la carrera el triple de lo que costaría en mi ciudad y salgo del vehículo. Doy cuatro o cinco pasos preguntándome que quiere decir exactamente con galería cuando la bolsa de papel se acaba de desgarrar por la zona de las asas y tengo que sujetarla con ambas manos contra el pecho. Entonces veo la arcada y sé dónde estoy, un sitio del que salen fotos en todos los folletos y guías de la ciudad, fotos que no hacen justicia al espacio. Son las galerías Nombre–de–un–rey, un nombre muy largo, seguido–de–números–romanos. Seguro que lo son.

Sí: esto es una galería comercial y si no es la más bella y antigua del mundo se planta delante de mí como si lo fuese. Términos arquitectónicos, que acabo de leer en las guías, chisporrotean en mi cabeza, cosas como planta de cruz, cúpula de tambor, estructura de hierro y vidrio... ninguna hace justicia a la altura, a la luz, siquiera al suelo, de mármol envejecido, bellamente pulido por los millones de pasos de los torrentes de turistas, empequeñecidos por lo grandioso del espacio, que entran y salen por sus enormes accesos.

En cuanto a maletas, ¿es esto una broma? Yo pedí al taxista filósofo que me llevara donde comprar una cosa sencilla y todo lo que veo es cualquier cosa menos sencillo, solo los más antiguos –y caros– guarnicioneros tienen tienda aquí. Me asalta una preocupación, si hay un carterista en esta ciudad seguro que está aquí ahora, buscando a un tipo como yo, cansado, excesivamente cargado y despistado. Mi bolsa me queda a la espalda, es una pieza de nailon negro trenzado y gruesas cremalleras fabricada en Suiza. La compré en un aeropuerto con la tarjeta de la empresa, no es precisamente barata, prácticamente es un cartel de: ¡meter la mano aquí dentro tiene posibilidades!

Con un ojo delante y otro atrás me dejo llevar por el flujo de visitantes para acabar saliendo por el arco que da a la plaza donde la catedral atrae su propio público. Desde este ángulo tiene un aire de gran casa de pagés con tejado a dos aguas, a la que un artista enloquecido hubiera cubierto de las más finas agujas góticas, como intentando evitar que el ave Roc se pose sobre ella y deje perdida de palomina la plaza.

Consigo un poco de espacio y gano velocidad, manteniéndome lejos de los grupos y rumiando donde conseguir un nuevo taxi que me lleve a la Estación Central. La estación parece el lugar más indicado para que haya tiendas de maletas. Si no, me fumaré el peta que me queda y pensaré otra cosa. No tengo que hacerlo, cuando localizo una parada de taxi justo enfrente un cartel proclama que Elisa, Zapatos y Bolsos, está de rebajas. Cruzo la calle, lejos del paso de peatones, sorteando los coches detenidos en su atasco eterno. Es más difícil de lo que parece, hay muy poco espacio entre ellos y mucha gente intentando hacer lo mismo que yo, pero lo consigo. Me siento ganador de un extraño deporte, del que fantaseo reglas. Examino el escaparate; muchos zapatos, algunos bolsos y en el rincón alguna maleta.

Compro un trolley barato, la vendedora me asegura que tiene el tamaño adecuado para ser considerado equipaje de cabina. A mí me parece un poco demasiado grande, los bolsillos exteriores superpuestos en el frente parecen abultar demasiado, pero me rindo y acepto. Al pagar me devuelve un par de monedas.

Non vanno bene, signore.

Tiene razón, no son euros, son baths tailandeses. Yo no he estado nunca en Tailandia —bueno sí, dos veces, pero no salí del aeropuerto—, por lo que me los han pasado aquí entre el cambio los camareros o los taxistas. La dependienta me aconseja que vaya con ojo, que corren muchos por la ciudad. Me pregunto: ¿hay alguien en alguna parte con una bolsa de baths bajo el asiento o al lado de la caja intentando colocárselos poco a poco a los incautos? No sé si yo tendría paciencia para dedicarme. Me parece mucha inversión de tiempo y dinero ¿total para qué?, ¿cambiarse la tele?

Rehago el equipaje, todo cabe bien en el interior y cuando salgo de la tienda me siento ligero y liberado, al menos los diez primeros minutos, hasta que me vuelve a ganar el cansancio y comprendo que me desagrada esta ciudad, esta región, con toda la tibia intensidad de que soy capaz. De donde procedo crea muchas filias, a muchos les parece la imagen que querrían ver en el espejo. En mi país hay una falta generalizada de criterio. Lo olvidaba, mi mujer es de aquí, bueno no, de doscientos kilómetros en esa dirección. No sé si esto significa algo.



8

De nuevo en la calle me doy de bruces con la parada del metropolitano, decido que es mejor que enfrentarse con el tráfico otra vez y bajo las escaleras. Intento comprar un billete con los baths en una máquina que los rechaza. Luego me rechaza un billete de pequeño valor por deteriorado, otro por demasiado valor y otro porque sí. He utilizado máquinas por el estilo en tres continentes con éxito, pero esta me vence. Creo tener suerte cuando veo una taquilla convencional. Un joven me vende un boleto combinado, el metro me llevará a la Estación Central donde un tren me permitirá llegar al aeropuerto. Le pregunto si sabe qué vía he de coger en Central y él me responde, de viva voz y haciendo la señal de la victoria con los dedos, que la dos.

Al rato, sentado en el andén dos, soy testigo de cómo el tren se detiene en la vía tres, carga el pasaje y desaparece ante mi incrédula mirada. Cargo mi trolley hasta el nivel superior y desciendo después hasta la vía tres. Hay pantallas informativas a pie de escalera, pantallas de aquellas en que los caracteres están estampados sobre dos chapas que giran sobre un eje, haciendo un ruido a medio camino entre un molinillo y naipes barajados, un sonido que me resulta agradable. Bien claro proclaman el paso del próximo convoy al aeropuerto.

Me siento con la maleta entre las piernas, estoy cansado, no he dormido bien, no he desayunado, estoy definitivamente enfermo. Cierro los ojos por un momento, oigo girar el molinillo y sé que el mensaje de la pantalla ha cambiado; abro los ojos, pero no quiero mirarlo, aunque el andén de enfrente se está poblando con gente y sus maletas y a mi alrededor escucho expresiones de disgusto. No hay escape, me uno a la migración, vuelvo a subir, vuelvo a bajar. Suspiro. Mis cambios de vía, mi maleta, mi aspecto, han llamado la atención a una pareja de soldados que patrulla los andenes, uno lleva un curioso gorro, como una kipá de raso de la que cuelga un hilo trenzado de colores, al final del cual se balancea un pompón. Tiene un rostro que podría ser el de un asirio o un fenicio; seguramente es calabrés o siciliano, que viene a ser lo mismo. Procuro ignorarlos, me abanico con la tarjeta de embarque y simulo estudiar el letrero indeciso.

Últimamente se ven tipos vestidos de soldados por todas partes. Digo vestidos porque no se mueven como soldados, no los veo protegerse la espalda, trazar perímetros, ni nada de lo que aprendes en el ejército. Por eso no acabo de entender su presencia, no creo que desanimen a alguien lo bastante decidido, o chalado. Solo son chavales paseando en parejas, cargando rifles de asalto –que no es la herramienta adecuada en una estación llena de civiles–. No me dan seguridad, lo que me trasmiten es la sensación de estado de sitio, de que estamos contra las cuerdas. ¿Quién nos ha puesto así? El letrero vuelve a barajar las letras y se detiene con un chasquido bromista. Un murmullo agrio recorre el andén y todo el mundo recoge sus trastos y se comienza a repetir la migración. En eso saliendo del túnel entra el convoy en la estación, al frente un luminoso proclama como destino el aeropuerto. ¿Quién miente? ¿El ferrocarril? ¿La señalización? Los soldados sonríen burlones. Decido que el cambio compulsivo de vía es una situación común y el ver a los turistas acarrear su equipaje arriba y abajo su distracción favorita.

O quizá todo es un experimento. Un experimento para determinar el grado de frustración que el usuario es capaz de soportar, su capacidad de queja, sus niveles de resignación, su comportamiento en rebaño. Un experimento que las cámaras controlan, que los soldados vigilan. Tomo partido y subo al tren, ¡a la mierda el molinillocartel! Soy una de las ratas listas porque llego al aeropuerto cuarenta minutos después. Desde ese momento solo me queda hacer cola mansamente, sentarme y esperar, mi especialidad. Poco a poco toda la ansiedad que cargo desaparece. Parece que lo que más me gusta es no hacer nada. Eso y fumar petardos. No sé si esto explica algo importante de mí.

1En italiano en el original, soy así de chulo.

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