Mr Útil -Capitulo IX- El Señor Pol Ciscart exige que le presten atención, por algo es el jefe
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Fruto del robo |
Estoy discutiendo con una de las conserjes del hotel. Era inevitable que me acabara enganchando con alguien, mi conversación de ayer con Sol después de luchar tanto para que me cogiera el teléfono fue decepcionante. No reacciono bien ante la frustración, al fracaso, por pequeño que sea. Emocionalmente soy un niño de pecho, eso asegura ella. Puede que tenga razón, es quien mejor me conoce.
No discuto con la conserje del hotel solo porque mi mujer –o quizás definitivamente mi ex-mujer, tendría que comenzar a asumirlo– tenga el don de poner el dedo –o, mejor dicho, la lengua– en la llaga. Discuto también porque el negocio hotelero va perdiendo calidad continuamente –culpa, si me lo preguntas, de la globalización, el Low-Cost y la externalización–, el trato al cliente ya es solo una fina capa de cortesía con la que burdamente recubren amenazas. ¡Dios! Todas esas notas, en papel verjurado, amenazándote con cobrarte cien o doscientos dólares por la limpieza extra si fumas en la habitación, todas esas amenazas acabadas con un Thank you. No fumo, me debería dar igual la nota esa, pero no me gusta verla allí encima del escritorio que siempre es más incómodo de lo que parece. ¿Por qué me toca tan profundo?…
Lo tengo: memolesta qué cualquiera pueda mirarme con un gesto de desaprobación anticipada. ¡Desaprobación anticipada!, eso mismo: te desaprueban sin conocerte y te amenazan con represalias. Si está usted interesado en comprar toallas hable con recepción. ¿Realmente hay alguien que robe las toallas? ¿Estas toallas de bordados enormes que rascan al usarlas?, no creo. Ahora mismo en mi trifulca, con la chica esta, me estoy quejando de que el desayuno tenga horario. Si llegué en el vuelo nocturno, ¿cuándo coño voy a desayunar ese desayuno que me cobran igual?, no es un regalo, no. Antes, cuando era evidente que el cliente tendría horarios cruzados te encontrabas en la habitación cuatro piezas de fruta retractiladas en un plato, con su cubierto. Y una servilleta que, por Dios, nunca era de papel.
Le explico todo esto, punto por punto, lentamente y con voz clara, a la conserje, aunque claro, no muy estructuradamente. Ella conserva su cara pétrea durante todo mi casi monólogo, al final solo se digna a ofrecerme la posibilidad de rellenar una hoja de reclamaciones. Yo la acepto y aguanto estoico durante los interminables minutos durante los cuales ella simula buscar el talonario, porque claro, aquí nunca nadie ha puesto una reclamación, tal es la perfección del servicio, como ella se empeña en ir rezongando por lo bajo. Al final me la entrega y me ofrece con un gesto uno de los bolígrafos que cuelga de un hilo para que nadie los robe, pero yo me la meto inmediatamente en mi portafolios de cocodrilo diciendo que ya la rellenará mi abogado, que yo no me ocupo personalmente de estas cosas. Este disparo acierta, desde el otro extremo del bufete acude presuroso el jefe de conserjes –lleva el bordado de unas llaves cruzadas en el bolsillo de la chaqueta como quien lleva una condecoración– y comienza a deshacerse en disculpas. Me llama por mi nombre –antecedido por señor– y me ofrece un auto del hotel para llevarme al aeropuerto, como agradecimiento –en este punto fulmina con la mirada a la conserje– a todas las críticas constructivas que me he dignado a dar. Lo acepto, claro, es una victoria, me gusta ganar.
Voy en un Toyota negro, por fuera y por dentro. Es un vehículo austero, la tapicería es de una piel sintética que solo se ve en los taxis. El traje del chófer tiene brillos por todas partes, también debe de ser de alguna fibra sintética lavable a manguerazos. Le pregunto cuánto tardaremos en llegar; se va por las ramas, culpa al tráfico y no me da ninguna respuesta. Es un velado insulto, cuando hago una pregunta quiero que me contesten. Algo que no sea: no lo sé. Suena el teléfono. Respiro dos veces, me recuerdo que estoy enfadado, que no es un buen estado para comenzar conversaciones, no, no lo es. Dejo sonar el aparato y cuando me siento preparado descuelgo.
–¿El señor Pol Ciscart? —me pregunta una voz desconocida.
–Yo mismo. ¿Con quién hablo?
–Usted no me conoce directamente. Tengo clientes que sí han tenido tratos con su delegación latinoamericana. Clientes que, le he de advertir, han quedado muy decepcionados.
Me quedo en Babia. No tengo noticias de nada que se haya torcido. Todas las piezas que saltan el charco tienen entidad propia, sé precisamente qué se ha fabricado y para quién. Hasta donde yo sé todo está correcto. Y el tipo ese que dice que quiere venderse el Ferrari todavía no ha respirado.
–Me sorprende. ¿De qué género estamos hablando? ¿No le han atendido correctamente allí?
–Esta es la cuestión. Su gente aquí en la capital se desentiende, argumentan que fue una intermediación pro-bono, no más que un intercambio de teléfonos. Mis clientes no consideran que sea una postura correcta. ¿Qué opina?
–No lo sé, intentaremos llegar a una solución. ¿De qué genero se trata?
El tipo comienza a hablar de una pequeña partida de rubíes de no demasiados quilates, de una calidad comercial de entrada no muy alta, pero que ha resultado todavía peor en la práctica. Me disculpo blandamente, le pido tiempo para hacer unas llamadas y le ruego que se ponga en contacto conmigo al día siguiente, advirtiéndole que ya estaré en Europa.
Roque. He de hablar con Roque. Estamos en husos horarios contiguos, intentaré despertarlo. El celular suena mucho rato. Una vez durante un viaje –una tortura de cancelaciones de vuelos– tuve que compartir habitación con él. Me lo imagino perfectamente con la redecilla en el pelo, el antifaz, los tapones en los oídos, ciego y sordo a todo, incapaz de despertarse hasta que el Senocal o lo que coño esté tomando ahora, deje de hacerle efecto.
Ya he pasado el control de seguridad del aeropuerto cuando me devuelve la llamada. Me olvido de serenarme y según descuelgo ya le estoy embroncando.
–¡Roque, cabrón!, hay un tipo que me llama para quejarse de la calidad de una partida de rubíes. ¿No tienes nada que explicarme?
–Sí, que tenemos un problema.
–¿Qué problema?
–Ramoncito.
–¿Qué pasa con Ramoncito?
–Olvídalo; lo solucionaré. Es mejor que me encargue yo y que no salpique más.
Acepto. Él está en el terreno, no es una partida grande. Le pago para ello. Tiene que apañárselas. Ya me informará. Tengo demasiados asuntos entre manos. He apostado fuerte, tengo que estar por otros asuntos, bla, bla, bla... me creo todas mis propias excusas y lo olvido. Aunque realmente no tengo otra cosa más importante que hacer ahora que intentar volver a llamar a Sol.
¡Me coge el teléfono!, vamos mejorando, la verdad es que me sorprende tanto que de entrada no sé qué decirle. Le cuento que estoy preocupado, que mientras espero la conexión de mi vuelo veo noticias sin voz en un televisor gigante del aeropuerto. Una serie de explosiones en oriente amenazan con quebrar el frágil equilibrio de la región. Es como una música repetida cien veces a la que ya no se le presta atención, uno se insensibiliza, la oyes, pero no la escuchas. Solo que esta vez ha resultado ser un poco diferente, tenía o tengo un hombre allí recogiendo género. He intentado ponerme en contacto con él varias veces. No lo he conseguido. Es posible que esté volando o durmiendo, mientras yo volaba o dormía. Igual no ha conseguido salir del país. Se está recrudeciendo la situación, como les gusta llamarlo en televisión. Es lo que le explico a Sol; le digo que no puedo quitármelo de la cabeza. Sol se mofa de mí.
–¿Qué es lo que te preocupa: el hombre, el género, tus... contactos?
–El hombre, por supuesto.
La oigo bufar al otro lado de la línea, seguido de un silencio. No está de muy buen humor, nunca lo está cuando se despierta, menos aun cuando la despierta de madrugada un casi ex-marido al que ha jurado no volver a ver. Al final decide que tiene algo que decir.
–¿Realmente te crees lo que dices?
–¿Qué quieres decir con eso? Claro que me lo creo.
–Te conozco. Si pudieras elegir comenzarías a encontrarle defectos al pobre hombre. Motivos por el cual te fuese fácil deshacerte de él. Como no puedes elegir... te piensas que eres Teresa de Calcuta.
–Eres injusta. Yo cuido de mi gente.
Injusta o no, deja morir la conversación. Es demasiado educada para colgarme el teléfono. No lo suficiente para refregarme que solo lo cogió por lo extraño de la hora.
–Pensé que podía haber ocurrido una desgracia.
–Dices que lo nuestro se ha acabado. ¿No es bastante desgracia?
–No seas infantil. Tengo que dormir.
Duerme amor, duerme. Ya en el avión, justo antes de apagar el móvil, me entra un mensaje, solo una línea: mi hombre –y el género– están a salvo y en casa. No hace ningún comentario sobre los acontecimientos. Como si hubiera estado en Disneylandia. Me gusta esto de él. Es obediente, un peón útil, nunca causa problemas, es barato. ¿Problemas? ¿quién hablaba de problemas? Roque tiene un problema, ¿tengo que pensar en ello? Espero que no.
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