Mr. Útil -Capitulo XIV- El Tío de los Recados se pone pelma y te explica su puta mili
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La primera vez que me topé con Badía fue en el ejército.
Si esperas que ahora comience la historia de cómo me transformé en comando asesino ninja te vas a decepcionar. El ejército de este país no es el lugar adecuado para eso. Hace siglos que su especialidad es ganar guerras contra la propia población y perder absolutamente todas las demás. Cierto que hubo un tiempo en que a todos los varones útiles –y esa es una clasificación muy ancha– tras cortarnos el pelo nos ponían un traje verde. Pero solo nos colgaban un fusil de cuando en cuando y de lo normal no llegábamos a dispararlo más de tres o cuatro veces en todo el servicio. Así le llamaban: el servicio, tenía poco de preparación militar, solo era amontonar jóvenes en una especie de cárcel de mínima seguridad y obligarles a que se vigilaran por turno unos a otros.
En aquel ambiente cerrado, la gente se va decantando como fluidos en un vaso, agrupándose por filias y fobias. A veces fuera de todo grupo queda al final, flotando solitario entre los idiotas, un hijoputa absolutamente puro. Alguien como Badía.
Yo por mi parte también iba por libre, era un jodido jipi contestón, todo rollo no violencia y exhibicionismo a partes iguales. Soy el más estupendo y así me iba. Mi rollo filosófico de entonces, mi credo, si quieres –que puede que no sea tan distinto que el de ahora–, coincidía con el de Badía en un punto: que las cosas están a punto de derrumbarse, que todo es una fachada, un decorado apenas apuntalado por cuatro convenciones y que para que esta estructura sobreviva un segundo más hay personas que son... masticadas en alguna parte. Esta opinión, dicha en voz alta en un sitio como el ejército, te acaba causando problemas; Badía... creo que Badía la acepta, porque se ve a sí mismo como uno de los que mastican.
La cosa es que somos jóvenes y por azares del servicio, que se dice, hoy estamos arrinconados en una isla diminuta que, aunque oficialmente es toda ella un polígono de tiro militar, parece atraer todos los balandros del mar balear, por eso durante los últimos tres días las patrullas de perímetro han salido cada turno para regresar, al fin de este, cada una con su particular versión de la historia del desalojo de esta o aquella cala. Son historias que siempre incluyen yates y turistas, preferentemente nórdicas y sin bikini, pero ya son unas horas en que todo debe estar vacío para que los cañones puedan comenzar con sus bumbums y ratatatás.
La tienda hospital, un monstruo de lona, palos, cables y picoletas, tiene tropecientos metros cuadrados. Está en el extremo sur, más allá del campo de operaciones, en la loma que hay sobre el malecón. No hay ningún mando de servicio, todo el personal es un primero, dos soldados y yo mismo que durante todo el día he estado llevando desde el helipuerto cajas marcadas con una cruz roja; las llevo una a una y al hombro porque a nadie se le ha ocurrido coger una carretilla o a lo mejor está prohibido durante las maniobras. El ejército tiene esas cosas.
Pues aquí tenemos a la tropa a cubierto del sol dentro de la tienda, lentamente haciendo inventarios de tiritas y mercromina, y yo más lentamente aun acarreando cajones arriba y abajo. No esperamos a ningún cliente. En las maniobras si alguien se hiere, pongamos se rompe un brazo, continúa en el juego, porque en la guerra no siempre te llevan a un hospital inmediatamente que te haces pupa. Y si realmente te haces algo importante, como quebrarte el cuello, te apartan a un lado y te evacuan a toda leche a la isla mayor, sin pasar por la flamante tienda hospital; mejor porque en ella nadie tiene puta idea de primeros auxilios o medicinas porque el alférez médico resulta que... mejor dejemos lo del alférez, eso es otra historia.
Cuando se abre la lona floja que cubre la entrada ninguno nos giramos. Cierto que no esperamos a nadie, pero tampoco nos preocupa mucho si aparece alguien en nuestro rincón. Entonces oímos la voz, tiene un deje de ser de otro sitio y es de mujer, mujer joven.
–¡Por favor!
Ella es, bueno, es el tema de la canción del verano, de aquel verano que nunca podrías olvidar. Y avanza, avanza empujada suavemente por un melenas pelirrojo con la boca y la nariz ensangrentada, que a su vez empuja no tan suavemente un hijo de puta grande vestido de caqui.
El cabo primero, para eso es el primero, abandona sus listas y se levanta lentamente, acompañado al momento por sus ayudantes, formando todos una desangelada reunión en la entrada de la tienda. Yo me quedo en el sitio, la chica es mona pero no me gusta la sangre en los morros del otro y definitivamente no me gusta el tipo grande del fusil, Badía, claro. No me gusta nada, lo tengo visto, siempre se le ve muy satisfecho de sí mismo y a la vez muy necesitado de que la gente se dé cuenta. Luego está la historia de las novatadas, las humillaciones, es el puto rey. Algunos idiotas le siguen. Es un enfermo retorcido. ¿Solo me doy cuenta yo?
–Badía, ¿de dónde coño sales? –pregunta el Primero.
–Patrulla de perímetro, como cada día, Primero.
–Tenías que haberte presentado antes de la comida...
–Salvo circunstancias de la patrulla, ¿no, Primero? Estas son nuestras circunstancias.
Y le clava la punta del fusil un poco más que delicadamente al pelirrojo en el flanco, un poco por sobre de la cintura. Dos tipos más, el resto de la patrulla, han entrado, uno está desesperadamente asustado y el otro, bueno el otro es gilipollas y está contentísimo de que pase algo, lo que sea, para variar.
–Badía, ¿te vas a explicar de una vez?
–Llegó la hora y estos dos todavía estaban ahí.
–Les habíamos avisado –aporta Gilipollas–. Joder, costó bajar hasta abajo sin darnos el gran guarrazo. El pelirrojo se puso estupendo y cobró, vaya si cobró. ¿No, Pecas?
El Primero lo fulmina con la mirada a la vez que empalidece, él solo sabe que ahora tiene dos civiles extranjeros, uno con la boca partida y otra con el culo casi al aire, en su guardia y eso no le gusta. No le gusta, porque a él, como a mí, no se le ocurre ninguna circunstancia en que una patrulla de perímetro pueda acabar así.
¿Qué es una patrulla de perímetro? ¿En una isla? Darse un paseíto costeando y si te encuentras un velero fondeando te acercas a la cala y a los turistas les dices, con la gorra calada y el fusil cruzándote el pecho, que ahuequen, que Godzilla se ha escapado. No tienes que insistir mucho, la gente recoge sus bártulos y se va pitando. Si no sucede así solo puede ser por uno de dos motivos, o tienen problemas con la embarcación o van de pacifistas –o un rollo político por el estilo– y tu respuesta siempre es la misma: te pones en contacto con un superior. Esto es el ejército, el 95% de las veces va de esto, de paciencia, de tirar la pelota hacia arriba y esperar órdenes.
–Habrá que encerrarlos, ¿no, primero? Venga, tú, vamos –sugiere Gilipollas empujando al pelirrojo con ganas.
Badía, parece estar de acuerdo, toca con la punta del fusil por detrás el muslo izquierdo de la chica o eso creo, porque la veo dar un brinco y crecer la confusión y el miedo de su rostro. ¿Se hace preguntas? ¿En qué lío me he metido? ¿Qué he hecho? ¿Por qué estoy aquí? Estás aquí porque Badía puede hacerlo, sacarte de tu romance y meterte de cabeza en una película de terror, en que él es el centro del mundo.
Igual se masturba imaginando cosas de estas: romperles la boca a tíos y quitarles las novias, o es que no se le pone dura y por eso lía estas movidas. Podemos preguntarle al melenas a ver qué opina él. Tiene el rostro hecho una pena, la barba estampada de sangre; si fuese moreno se parecería a...
Se me queda el pensamiento en suspenso; buscándole el parecido le he mirado mejor y este tipo no está hecho una pena, bueno, lo está, lo que no está es vencido. No sé explicar lo que he visto en sus ojos; bueno, sí: este tipo está entre dos asaltos. ¿Qué estás esperando? No son solo tus ojos, es tu pose, no te comportas como un familiar, como un amante. No pones tu cuerpo entre ella y los hunos. ¿Por qué no proteges entre tus brazos a la ninfa? ¿Quién eres? ¿Un empleado? Se me ocurre que este tío está buscando un espacio. Es un idiota que piensa que tiene una oportunidad contra un puñado de gilipollas armados.
Los gritos del Primero me devuelven a la tierra.
–¡Badía, joder, Badía controla tu patrulla…! ¡Mierda! ¡Firmes todo el mundo, cojones!
Está fuera de sí. Es un muchacho plácido de la serranía, que lo sabe todo sobre la paciencia y el jamón, pero ahora está encendido; manotea y grita, tiene para todo el mundo, aúlla al cielo en lo que me parece un inconsciente remedo de la actitud ante la tropa del subteniente de nuestra compañía. Sus chillidos tienen diversos efectos entre su público, pero yo solo me fijo en el marino pelirrojo, un tipo de treinta años acostumbrado a tripular barcos y ligar con sirenas, esperando una oportunidad, y me pregunto ¿por qué no esperas simplemente a que llegue alguien con estrellas, alguien con verdadera autoridad y un poco de cerebro y liquide esta penosa situación? ¿Qué te ha hecho Badía? ¿Tanto te ha humillado? ¿Es por la chica?
Silencio. El Primero acaba de decirle algo gordo a Badía. La peña se ha quedado helada, sobre todo sus compinches de patrulla, esos los que más. Badía, callado, barre con la mirada el escenario, parece examinar a los presentes, a sí mismo, al arma que lleva en las manos; en un microsegundo se relaja, sonríe.
–A sus órdenes, mi Primero.
Y reconozco en su postura el mismo relajo alerta del pelirrojo, un esperar su momento en cada célula. Y fantaseo con que quizá el Capitán Pirata lleva un cuchillo, quizá en la cintura, quizá en la bota, sería de lo más normal en un marino. Y que de este choque de voluntades colosales y estúpidos raciocinios no va a salir nada bueno.
A no ser que yo salga de la oscuridad desenfundando mi arma y ponga las cosas en su sitio y de paso me ligue a la chica, ¿no? Pues no va a ser así, ante todo soy un cobarde –lo proclamo a los cuatro vientos, quizá porque es lo peor que se puede ser aquí–. Si quieres endulzarlo puedes decir que tengo una aguda percepción de las situaciones de peligro y de cuando me superan. Por ejemplo: esta.
No creo necesitarlas, pero tengo buenas excusas para eludir este fregado. Para empezar esto es el ejército y yo no tengo autoridad ninguna, ni un arma, ni nada. Impresiono muy poco, voy vestido solo con el traje de faena, suelto, sin ninguna correa, ni cartuchera, ni nada de lo que lo hace tan vistoso. Por no llevar no llevo ni botas, solo unas sandalias playeras.
Hace seis horas estaba tumbado en el camastro del calabozo, cumpliendo el arresto que acarrean ciertas repetidas distracciones menores –no cerrar la boca cuando toca–. Aquello no era tan malo, de entrada me había librado del estrés que crean las maniobras, hasta que el sargento de guardia, de un puntapié, me puso a cargar camiones y luego a vaciarlos en el interior de un enorme helicóptero de dos hélices con forma de banana. Por casualidad –intentando alejarme lo más posible del estimado sargento– he acabado viajando hasta esta isleta y por casualidad he acabado en la tienda hospital, donde mi agudo instinto de desastres me dice que no es lugar adecuado para estar. No quiero acabar por casualidad en una prisión militar. Lo digo en serio, en todo el tiempo que llevo aquí no he dado una a derechas, ya estoy a punto de hundirme en mi propia mierda.
Como la movida me ha pillado más bien hacia el fondo de la tienda, sin iluminación, ocupado en mis asuntos, y he estado saliendo y entrando a intervalos irregulares, estoy bastante seguro de que nadie sabe que –en este momento– estoy aquí, así que salgo del rincón que ocupo lo más silencioso posible y pegado al lateral me voy hacia el fondo, buscando el rectángulo luminoso que señala la puerta trasera, y salgo al día que paciente espera fuera.
El aire del mediterráneo es fresco y limpio y me acompaña cuando bajo torpemente la cuesta que lleva al gran rectángulo de hormigón desierto que forma el helipuerto junto al malecón. Busco un bonito hueco en alguno de los enormes montones de equipamiento innecesario apilado alrededor de él y a la sombra de una lona me estiro, mientras me repito que yo nunca he subido hasta la tienda hospital –bueno, quizá sí, pero ya hace mucho–, que cuando no hubo nadie para decirme qué hacer me tumbé aquí mismo donde estoy y me eché a dormir –cosa del calor y el rancho–, señoría, mi general o lo que toque.
Acabo de convencerme de mi propia trola cuando el sonido de un disparo desciende la ladera hasta mí. El estampido, hasta el de un arma de gran calibre, suena seco, como apagado, es inconfundible. Si te has educado con el cine y la televisión te resulta decepcionante, siempre que no te peguen a ti el tiro, claro. Me aseguro a mí mismo que ya estoy dormido, que es un sueño o no he escuchado nada. Es factible, si el viento sopla en contra. En esta piedra los sonidos se pierden sobre el mar. ¿Los peces tienen oídos? ¿Escuchan hablar en la barca a los pescadores? ¿Han escuchado como yo el disparo? Yo no he escuchado nada.
Miss Junio aparece corriendo de entre el equipo, correctamente estibado, que rodea la placa de hormigón y se detiene en su centro. Desde mi nido de lona la veo enmarcada entre el cielo azul y el suelo gris. La brisa... la brisa hace cosas bonitas con su pelo, además de empeñarse en traernos desde más allá sonidos que no deseamos oír. Sus ojos, su boca, parecen demasiado grandes para ella; tiene una pose ridícula, con los codos muy pegados al cuerpo y las manos… ¿lo más lejanas posibles? ¿Por qué hay algo oscuro en ellas?
–¡Por favor, no! –me digo.
Ella, su boca, también dibuja palabras que no conozco pero que sé que significan lo mismo y sí, lo que lleva en las manos es sangre y no la que sale de un corte al afeitarte. Ella cae de rodillas –tan bruscamente que me palpo inconscientemente las mías pensando que me las he roto– y se queda con la mandíbula colgando, sin poder dejar de mirar o sin poder dejar de imaginar que mira.
Algo ha pasado, algo terrible y estúpido, algo que se transmite en ondas concéntricas y afecta a todos los que estamos a su alcance. ¡Mierda!, mi puto plan se ha ido por el retrete. Claro que mantenerme alejado y que las cosas se resolviesen por sí mismas era una mierda de plan. Me gustaba porque era el más sencillo, el más descansado. Ahora hacerme el loco no va a funcionar. Estoy demasiado cerca de demasiadas cosas para que cuele. Esto es el ejército, aquí, como en el balonmano, se castiga la pasividad.
Tengo que hacer algo, lo que no sé el qué, pero mejor lo hago rápido porque ella acabará atrayendo al loco del cuchillo o al loco del rifle; o todo lo que he visto en el cine es mentira, y si es mentira... el mundo no tiene sentido y mejor nos internemos en el mar con los bolsillos llenos de piedras.
Hago callar la voz en mi cabeza, trago saliva y salgo de entre mis cajas. Ella gira súbitamente la cabeza en mi dirección, su cara es una mueca. Por un momento pienso que se levantará y saldrá corriendo, pero este acto necesita de la participación de sus piernas y de aquellas manos tan rojas, y no acierta a hacerlo. Me detengo, medio acuclillado, a tres metros de ellas. La miro solo un segundo, me concentro en mirar hacia arriba, hacia la tienda hospital, ahora silenciosa. Cuando vuelvo la vista ella está mirando en la misma dirección, tiembla. Me quito el chester con movimientos lentos, eso la obliga a volver a mirarme; entonces se lo ofrezco, ella está inmóvil, sin acabar de erguirme me acerco manteniendo la pieza de ropa entre ella y yo. Se la pongo sobre los hombros con el menor contacto posible y me alejo un metro de ella. Cuento despacio hasta diez y entonces le ofrezco mi mano izquierda abierta. Ella la mira, la cierro en un lento gesto de vamos y me alejo un palmo más. Ella intenta erguirse, pero le fallan las piernas, manotea un poco e instintivamente se coge de mi mano para no caer, la suya está pegajosa y caliente, medio la llevo, medio la arrastro a mi hueco entre los pertrechos y la empujo dentro; planto una caja al frente y tapo todo con una lona. Ella está ahora invisible para cualquiera a más de un par de metros. Le hablo muy despacio y bajito, acompañándome de gestos.
–Cuando se enfríe esto saca la lona y busca a alguien con muchos galones. ¡Ah!, acuérdate de decirles que soy un héroe, me iría bien. Tengo unos problemillas por aquí. Paz y amor, hermana. Peace and love, sister.
No creo que haya entendido nada en particular, pero sí el mensaje. Tengo una última visión fugaz de sus ojos, todavía no saben qué esperar de mí. Es normal, yo tampoco. Recoloco mejor la lona y me largo.
Atravieso la losa de piedra y subo la cuesta. ¿Qué he de hacer? Comunicar a un superior que algo va mal; ¡señor!, he escuchado un disparo, he ocultado una civil entre nuestros carísimos e inútiles pertrechos militares. ¿Herida? No creo, pero sí llena de sangre. ¿Qué más, soldado? Ahora lo veremos.
La entrada trasera de la tienda es un recorte de oscuridad absoluta, que sus puertas de lona revelan y esconden acompasadamente mientras flamean ligeramente. Me asusta, ahora mismo no puedo entrar ahí. Ignoro la puerta y rodeo torpemente la tienda por el flanco, pasando con cuidado los pies entre los vientos y tensores con el oído atento a cualquier cosa.
¿Dónde hay una radio? ¿Dónde hay una radio que yo sepa manejar? En ningún sitio. Oigo truenos en el horizonte despejado. La artillería comienza su concierto. Sé que los obuses caen sobre la tierra rocosa y rebotan transformados en miles de gotas de metal fundido que recuperan su solidez al instante y vuelven a intentar horadar el suelo, donde como efecto principal mantiene estable la población de conejos además de contaminar la isla. Al final de las maniobras compañías enteras, hombro con hombro, de punta a punta del horizonte, caminarán al paso recogiendo los restos de proyectiles, recortes de una espuma metálica gris, dorada o verde si es vieja, en una lucha perdida contra el plomo que intoxica estas aguas, esta tierra.
Casamata de observación número siete, más coloquialmente CO7. Una parte de mi cerebro menos poética, más avezada a los problemas ha ido eliminando posibilidades hasta llegar a una solución, si no fuese porque la casamata, con su teléfono de campaña de manivela y posiblemente gente a la que enchufarles la responsabilidad debe de estar tres o cuatro kilómetros en aquella dirección. Mis sandalias de playa no son calzado adecuado para recorrer este terreno de rocas afiladas que emergieron del mar hace un millón de años para cubrirse de arbustos llenos de pinchos. Hay otro teléfono igual, aquí mismo, dentro de la tienda… ¿silenciosa? La brisa parece acercarme una conversación queda en el interior.
Veo con el rabillo del ojo algo que se mueve y doy un torpe saltito a un lado antes de darme cuenta de que es mi propia sombra. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿A qué estás jugando? Haya pasado lo que haya pasado ¿Tantas ganas tienes de participar? No. Solo quiero que alguien use el teléfono y llame a otro alguien que se haga cargo. Eso ya debería haber pasado. Me fijo en la ambulancia aparcada –Ford, todo terreno, seis cilindros, sirvió en Corea–, lleva todo el día aparcada frente a la tienda hospital, me acerco, abro la puerta del conductor y veo colgando las llaves del clausor –una cosa totalmente prohibida–, entro y cierro la puerta, me siento mucho más seguro. Si Mahoma no va a la montaña... Arranco el motor y lo acelero, ya me veo camino a CO7 cuando descubro que el vehículo no tiene uno si no dos cambios de marcha, bueno palancas de algo, y no tengo ni idea de cómo poner primera. Lo intento y el motor se cala. Fin de la excursión.
¿Qué hago ahora? Tengo a la vista la puerta de la tienda, recuerdo que cuando entras te quedas ciego por un momento hasta que la vista se te acostumbra. No voy a entrar ahí. Eso puedes jurarlo. Tampoco voy a necesitar hacerlo con el escándalo que he montado saldrá alguien en cualquier momento. Calzado con sandalias no puedo ni salir corriendo.
Al lado de la ambulancia, más cerca de la entrada, hay una gran caja metálica de herramientas. Me bajo del vehículo y me pongo a revolver en ella pretendiendo simular que tengo un motivo para estar aquí, mientras lo hago pienso que igual la caja puede suministrarme un arma. Que estupidez. ¿Qué pretendo? ¿Lanzarme sobre alguien agitando una de estas enormes llaves? ¿Alguien con un rifle? A quién quiero engañar, soy tan torpe que intentando bailar me puedo romper un tobillo.
En el fondo de la caja encuentro un martillo de carpintero: una vara de roble de treinta centímetros y un dedo de grueso que atraviesa una cabeza de ocho centímetros y doscientos cincuenta gramos de peso en puro acero, asegura un grabado en la cabeza. El mango es suave. Siento afinidad por él, como cuando de niño seleccionaba un palo de entre muchos y decidía que era un arma. Dejo caer el mango por la manga de la camisa y la cabeza queda oculta, descansando en el interior de mi palma. Me siento como un mago dispuesto a hacer un truco. ¿Qué hago ahora? Le pregunto al paisaje que me contesta con una sombra que se alarga hasta mí, es una sombra con un rifle.
La brisa cambia de dirección y huelo a mierda, a mierda humana, a mierda y miedo –seguro, esto es el ejército, conoces esos olores–. Levanto la vista y veo a uno de los dos soldaditos que acompañaban a Badía. El que ya me pareció asustado ha acabado por cagarse encima, que definitivamente es lo más lógico que se puede hacer en esta situación. Su arma está ligeramente en mi dirección, pero parece tener dificultades para hablar, creo que quiere decirme algo, pero no se decide el que. Mejor hablo yo.
–¿Se han puesto las cosas difíciles?
Decido tomar el temblor de sus labios como una respuesta afirmativa, entonces me yergo con gran despliegue de ¡ah! y ¡uy! para demostrarle que solo soy un tío anquilosado en chanclas e inofensivo.
–¿Funciona el teléfono de campaña que hay dentro?
Le pregunto como si se me acabara de ocurrir. Él parece pensarse la conveniencia o no de contestarme por un segundo, pero es uno de esos tipos encantados de ceder la iniciativa a otros, vamos, como yo.
–No, sí, quizás.
–¿Quizás?
–No tiene auricular.
Yo me masajeo los riñones con la mano en la que oculto el martillo y me giro lentamente hacia el horizonte. ¿No tiene auricular? Sí que lo tenía, lo he visto perfectamente cada vez que me he acercado a una botellita de vino que tengo escondida por ahí dentro.
–¿Quién lo tiene? –me arriesgo.
Silencio. Dejo la mano apoyada en mis riñones y me rasco la nuca con la otra, el pelo está tan corto y rígido que me pincha las yemas. Se me ocurre algo.
–A tres kilómetros en esa dirección, hacia el sol, está CO7; hay un teléfono. No sé qué habrás hecho hasta ahora, qué habrá pasado. Lo que sí sé es que es tu oportunidad de ser el primero en contarlo –nos miramos un segundo con la posibilidad flotando en el aire– Yo, mientras tanto, continuaré con lo que estoy haciendo. Hasta luego.
Y resistiendo la necesidad de mirar si el fusil sigue mi movimiento me pongo en marcha siguiendo un camino imaginario que pasa por el frente de la tienda y acaba en la ambulancia; pero, bueno, no he dado dos pasos que él, tío listo, sale trotando hacia CO7. A ese ritmo, en un rato esto estará lleno de gente responsable y competente. Gente que yo me he ocupado de avisar, ¿no? Misión cumplida, mejor que me quite de en medio.
Badía asoma por la puerta diciendo no sé qué, pero se calla pronto al ver que el tipo, al que supongo había mandado a echar un vistazo, corre que se las pela hacia vete tú a saber dónde. Luego me ve, me sonríe y se lleva el rifle a la mejilla y parece enmirillarlo.
–¿Quieres ver cómo lo borro? –pregunta con una bonita sonrisa en la cara.
Desde luego el muchacho se lo está pasando en grande, tanto que me pregunto si será capaz de parar. Decido que sí, puede parar, qué remedio me queda
–No, no podrás –contesto.
Noto como se tensa, no le gusta que le digan lo que puede hacer o no –¿no lo había comentado?–, es igual, ignoro su reacción, continúo hablando.
–Ya está demasiado lejos. Estos rifles tienen muchas guardias, se les han caído de las manos a demasiados idiotas para tener buenas alzas.
Esto le ha gustado más, deja de apuntar con un suspiro de satisfacción, se gira una cuarta y me apunta con el rifle desde la cadera.
–Y, a esta distancia, ¿acertaría?
Tiene una cara encantadora, la del vendedor más joven de la agencia, aquel al que adoran todas las clientas. Qué hijo de puta, debió empezar a arrancarle la cabeza a las muñecas según nació.
–Me partiría por la mitad, ni me daría cuenta –le contesto.
–Lo tengo puesto en tiro único, sí que sentirías...
Bostezo, no puedo evitarlo, llevo demasiado rato, enfadado, tenso. Soy un pasota, cuando nada está en mi mano, me entra sueño. Soy una hoja llevada por el viento, puedo acabar posándome suavemente o estrellándome contra un muro, no puedo hacer nada para dominar mi vuelo. Es como deslizarse por un tobogán, la gravedad te empuja y ella misma se encargará de pararte. ¿Para qué preocuparse?
Me he sentido así muchas veces en la vida, empujado por fuerzas que apenas puedo comprender, más allá de que son irracionales. Tantas veces soy espectador de mi propia vida que no sé si debería preocuparme, lo cierto es que esta solo es una más. Dejo de mirarle, no es nada interesante, Badía es aburrido, Badía es un plomo, Badía me importa una mierda. No es más que un niño enorme que disfruta quemando hormigas con una lupa, matando lagartijas. Yo una vez maté una lagartija, no fue divertido. No fue nada, no tenía objeto, era un acto inútil, estéril. Si me la hubiera comido, a lo mejor, no sé. Él debe soñar con pasar al próximo nivel.
Mi cerebro decidió hace mucho tiempo manejar estas situaciones con distanciamiento. No hay nada por lo que preocuparse, bueno, sí, todo, pero no sirve de nada. Soy un globo sujeto al suelo por un hilo, por un peso, quizá el del martillo que escondo en la manga. Si se acerca un poco más puede que me desperece. Badía me mira, no sé leer su expresión ni me interesa. Me interesa más el horizonte, puede que hoy vaya hacia allí, más allá. En él se ve la parte superior de la isla mayor, a lo lejos, como una gran montaña con su falda enterrada en el mar. El pie invisible escondido por la curvatura de la tierra. ¿Cómo pudo pensar la gente que la tierra es plana? Me parece una cuestión muy importante, tanto que pienso en comentárselo a Badía. Le miro. Ahora entiendo su expresión, es de reconocimiento, la cara que pone alguien que te espera, alguien que te ve entre la multitud, eso me molesta un segundo, luego lo olvido.
Los idiotas son un fenómeno natural, como las tormentas, los rayos o las mareas, si te alcanzan, jódete, no pierdas el tiempo razonando con ellos. Además, en la montaña, un poco sobre el horizonte, hay un punto que antes no estaba y ahora se está agrandando rápidamente.
–Creo que he de marcharme, tengo un helicóptero que descargar.
Y comienzo por enésima vez mi camino hacia la losa gris. Al tercer torpe paso con mis chancletas la voz de Badía vuela sobre mí.
–¡Eh, tío! ¿Has visto a una chavala por aquí? Rubia, bonita..., es fácil reconocerla. ¡Huele a meaos! Ha sido la bomab el número, el que no se ha meao, ¡se ha cagao de risa!
Y continúa con su discurso, pero la llegada de la banana voladora borra todo sonido posible y me ahorra el resto.
Ahora estoy cansado, solo el pensar me cansa y no tengo más hechos que narrar. Solo las habladurías que corrieron por el campamento, pueden ser ciertas pero lo más seguro es que sean exageraciones.
Se dijo que Miss Junio era más bien Miss Mayo o incluso finales de Abril y que se había fugado de un internado pijo en el norte. Y que el marino Pelirrojo no tenía una relación familiar con ella, ni ninguna buena excusa para vagar con una menor por el Mediterráneo. Esto era un motivo muy bueno para decidir jugársela antes de que su foto, sus datos, comenzasen a correr de despacho en despacho y comenzasen a llegar tipos con muchas preguntas, demasiadas preguntas. Así que sacó el cuchillo, lo enterró en Primero y luego recibió un tiro, cortesía de Badía, el héroe.
La opinión general es que todo esto pasó rápidamente, en un pim pam pum. Yo creo que fue bastante más lento, con más historia, con más teatro. Badía necesita de él. Me molesta poder comprender lo que necesita, temo que explique algo desagradable acerca de mí.
Por último, parece que, en general, el resto de los actores de la astracanada salieron bien librados; ¡joder!, les iban a dar una medalla, una mención, algo de eso. No sé si a alguien se le ocurrió preguntar por qué no habían registrado al barbas, o de entrada por qué los habían retenido.
En cuanto a mí... un coronel, mi coronel para ser exactos, que se creía gracioso, en cuanto me echó la vista encima me dio una corta charla y después me tuvo todo el resto del servicio haciendo cursillos, ¿odias los rollos militares, chaval?, te los vas a comer todos. También añadió que el calabozo era demasiado bueno para mí.