Mr Útil -Capítulo XV- Badía Rey de una discoteca en medio de la nada-

 

 


  

Badía descansa

Llevamos días apalancados esperando la llamada que nos pondrá en marcha en casa de una novia del Pachuco. No es que viera necesario el acuartelamiento este, pero me pillaron sin ganas de discutir. La novia de aquí el indio es una holandesa pelirroja, de esas que parecen enfermas de blancas que son. Enferma, enferma, no está, pero colocada, todo el día. Carga una lata metálica llena de hierba y va fumando petardos como quien come pipas. Si se la deja por ahí encima, la lata, se la escondo, tendrías que ver la cara que pone mientras la busca. No le hace ninguna gracia la broma, pero no dice ni pío. Si no la encuentra, cuando me aburro se la devuelvo haciéndome unas risillas de paso a su costa. Entonces ella, como no tiene más remedio, intenta seguir el rollo del ji ji ji. Se le da fatal, se la ve tan acojonada la pobre. Después se pasa la tira de rato por los rincones, mirando al suelo.

La que corre por todas partes es la cachorrilla. Tiene cuatro o cinco años, es tan blanca como la madre y pesada de cojones; joder, no me gustan los críos, pero esta es que es insoportable. Solo habla puto holandés, pero se hace entender, joder, si se hace entender: léeme un cuento, dame zumo, límpiame el culo. No para de pedir en todo el día. Cuando no, llora. Cuando llora, la madre ni la mira, se hace otro petardo y espera a que se canse. Le funciona, el bichico al final se calla. Esto, que se calle, también me molesta, el llanto de un niño es algo que siempre me ha hecho mucha compañía.

Suena el timbre de la puerta y la pequeña corre entre grititos hacia ella, la madre la regaña por anticipado, pero no sirve de nada y la mocosa intenta abrir la puerta. Pachuco le debe arrear porque oigo un chillido infantil, la madre comienza a liarla en guiri y también cobra, toda la peña se pone a gritar y luego todos se callan de golpe, y esto sí que es interesante.

Conejero entra en la habitación, si alguna vez hubo un hombre jodido es él. He visto muertos con más color; joder, la guiri parece morena a su lado. No ha abierto la boca y ya sé que esto se está poniendo divertido.

Me encuentro mal –dice antes de sentarse muy lentamente en un sillón, tiene una mano en el costado derecho–. Tengo que ir al hospital.

¿Entonces qué haces aquí? –le pregunto.

No sé, al principio no dolía tanto; tenía que avisarte, darte el recado.

La niña está callada, tiene mocos colgando de la nariz, la madre se los limpia con un gesto automático. Conejero gruñe, tuerce el gesto, la guiri se le acerca, a las claras se ve que su gesto es ayudarle, no puede evitarlo, seguro que siempre está recogiendo animalitos perdidos. Pensaba que Pachuco la protegía de peligros reales o inventados, pero ahora ya no sé quién protege a quién. Con delicadeza abre la camisa de Conejero y deja a la vista un morado enorme y oscuro que le serpentea por todo el costado; mola mucho, parece un conejo cuando pone la directa e intenta perderse entre las matas y las rocas, un conejo con sus dos orejas y todo. Lo que lo provoca no debe ser algo que se arregle con yodo y tiritas.

Tengo que ir al hospital –repite.

Iremos enseguida, tronco, pero antes… ¿de qué querías avisar? ¿Cuál es el recado?

Tu amigo está metido en el lío.

¿Qué amigo?

Tu amigo, el Seco.

El corazón me salta en el pecho. Continúo enamorado.



Badía, Guardián de una puerta en medio de la nada

¡Oh!, mi amigo. Sí, mi amigo el Seco. ¡Tendrías que haberlo visto! Con aquel pelo y la peste a pachulí. Escucha: en cuanto entras al cuartel te rapan y te pintan de verde, de golpe todos los tipos parecen iguales, por eso lo hacen; no por la mierda de la higiene como dicen. Si no porque les encantan los robots.Si pudieran te borrarían el careto, la mente, en realidad lo intentan. .

Si no funciona con casi nadie, con él menos, él continuó en Babia, haciéndose el sordo, arrastrando los pies... ¡transmitiendo! Eso es: transmitiendo que no pensaba colaborar en el montaje aquel. No te voy a explicar la mili, el servicio, solo te digo que allí la historia es sencilla, todo es: sí señor esto, sí señor lo otro; así durante un año y después te largas. ¿Fácil?, ¿no? Pues él siempre encontró ocasiones para cagarla, no sé si era en serio que se creyó en algún momento que su mensaje de paz, amor y hierba podía calar entre aquellos idiotas o solo lo hacía por joder, pero hacia los siete u ocho meses de servicio, cuando se dio cuenta de que no se puede llevar la contraria al rebaño, ya estaba enterrado en mierda hasta las corvas. ¿Cómo llegó a esa situación? No pudo evitarlo, está hecho para eso, para intentar morder al perro más grande pase lo que pase. Es un borrego con dientes y un idiota de cajón. Era nuestro idiota, mi idiota, una fuente de diversión inacabable.Fue suerte para él y  desgracia para los demás que se serenase un poco cuando se vio con la soga al cuello.

En todo el puto año aquel lo que se dice hablar solo hablé con él una vez –asistir a sus espectáculos, siempre que pude– y fueron solo cuatro palabras. Ese día fue especial, fue el día que me estrené, que tuve que estrenarme, todo vino rodado y claro no podía fallar. No fue gran cosa, la culminación tiene más de anticlímax que de otra cosa. De todas maneras, iba yo sobrado –puede que demasiado–, además nunca hasta entonces había... ¿tenido tantas piezas sobre el tablero? Iba yo sobre una ola muy grande, muy por encima del mundo. Yo era el mundo. Casi volaba cuando me lo encontré de frente e intenté meterlo en el juego; pensé que cabía uno más ¿por qué no? No es que la gente se apunte voluntariamente a mis rollos –aunque de todo hay–, pero no pueden ni saben negarse; esa es la gracia, quitarles la zanahoria de delante y que se encuentren de golpe en un ahí que no esperan y demostrarles que no son, solo están; que entiendan que la vida es solo un estar, siempre y que el siempre no dura mucho, aunque pueda parecer eterno y eso, a veces, todavía sea peor.

¿No lo entiendes? No me extraña, ya sé que digo cosas que solo se acercan como de lado a lo que pienso. A veces creo que no existen palabras que lo puedan explicar o puede que yo me aburra rápido y no intente buscarlas. Quizás ya te has encontrado en la situación, de estar y no ser, de que tú no importes, solo eres un corcho flotando sobre una marea que se te lleva y te sobren mis explicaciones.

Resumiendo: intenté apretarlo y fue como querer apretar el humo. Así confirmé algo que solo sospechaba, que él siendo diferente es como yo: cuando más le intentes obligar a estar el más será. Por esa vez, en ese momento, acabó el juego –lo que fue una suerte porque ya te digo, iba alto de cojones–. Volví a estar... más dispuesto a aceptar o al menos simular que todo tiene algún sentido y todo porque me sentí acompañado. Todo en solo un instante. Fue bonito. Luego se dio la vuelta y arrastrando los pies, se fue, hacia el sol. Como en las putas películas.

Al poco nos licenciaron; a mí, a él más bien lo echaron. Creí que desaparecería para siempre, así que más o menos lo olvidé.

Al cabo de unos meses, poco más de un año, estaba llevando una puerta en el interior cuando me lo volví a encontrar.

Se supone que todo me va de fábula. De verdad, todo, lo que se dice todo, de muerte. Gano más que en Ibiza sin tener que chapurrear alemán. El trabajo es aún más fácil cuando la Nacional te ama –claro que piensan que saben quién soy: el soldado condecorado, el hombre que ha ido más allá del deber. Cada vez que pasan saludan, su destello azul es un guiño entre ellos y yo–. La gente del negocio también me ama –soy un auténtico duro, tengo la mirada más cortante y la sonrisa más blanca– y el público, la chiquillería, me idolatra, soy el que mejor viste y el que recuerda sus nombres.

La noche está llena de luces y de gente perdida caminando por el lado oscuro a la que si quieres te puedes llevar o devolver al camino. Eso debería bastarme. Pero tengo una temporada que sufro. Sí, todo me va de fábula, pero estoy asqueado. Demasiados tiempos muertos en que lo único que hago es mirar carretera abajo y preguntarme si no hay algo mejor esperando más allá, algo que realmente me haga sentir. Además, sin tener que ponerme profundo he de reconocer que hace rato llegué a mi tope en el rollo este, y aquí, como en todas partes, hay poco dinero para los currelas. En esto la peña que levanta la pasta son los promotores, los propietarios y ni siquiera todos.

El que se lleva la molla de esta puerta es la Jefa, un maricón estrafalario, listo como el hambre. Todo él es un número continuo. Cuando no aparece en la tele local proclamando sus derechos civiles a ser más maricón que nadie, está en la radio pidiendo pasta para la última desgracia de moda. Sabe venderse. Es una estrella. Tiene los locales llenos, es la prueba.

La puerta está en ninguna parte, más de cien kilómetros hasta la ciudad, donde la peña tiene la imagen de que esta es una tierra de granjeros y embutidos, donde a base de currar mil generaciones han acabado juntando una pasta. No andan muy desencaminados. Lo seguro es que los chavales tienen empleo y coches rápidos, con los que vuelan de pueblo en pueblo buscando fiesta, antes de que llegue el lunes y les devuelva a la realidad.

La puerta son las que eran las últimas casas del pueblo, a pie de la carretera. Después de ellas ya está el puente de la riera y campos y campos hasta el próximo villorio. Unieron las casas derribando las medianeras y así tuvieron espacios para montar los dos locales. Primero el restaurante –veinte mesas, finde siempre lleno– y después el garito –música nacional, copas, chiquillería y singles según la hora, bombilla amarilla en la puerta–. Quedó bien, lo más cosmopolita que puede ser un local en medio de la plana. Un éxito, todo el mundo que quiere estar en la onda tiene que pasar por aquí.

La Jefa es de los que rellena botellas, pero estas solo las saca muy tarde, cuando la gente es capaz de beberse los floreros, vamos: un profesional del negocio. Lo hace porque sabe que el éxito en la hostelería es temporal, que siempre tienes que ir adaptándote y no olvidarte de ganar un pavo más ahora por si después te falta. Así que se pasa la noche invitando a copas a los que mandan y cobrando de más a los que pagan, y el día firmando proclamas. Ha conseguido transformarse en su propia marca. Esto atrae a gente poco problemática. Lo más complicado es evitar que se te cuelen mariquitas menores de edad atraídos por la bombilla amarilla.

La Jefa abrió el local de comida para llevar, la Rostiserie, como tercer negocio, para conseguir exprimir más la cocina del restaurante y el puñado de magrebíes baratos que curraban en ella. Pilló el local vacío al otro lado de la carretera, contando con que los findes tendría un público en los domingueros y todas las Marías que no querrían cocinar. De paso no perdía a todos los tipos que antes, después o durante la sesión de baile salen a tomar el aire y conseguir una copa más barata.

Me he perdido. ¡Ah!, sí. El Seco. Comenzaba la sesión de noche cuando volví a verlo. No arrastraba los pies dentro de unas chancletas e iba muy pulcro, pero era él. Limpiaba las vidrieras de la Rostiserie, la Rosti, despacio, sin parar, como si eso fuera lo único que le interesase en el mundo y aun así le interesara bastante poco. Cuando lo vi fue como si el tiempo no hubiese pasado.

Pensé en acercarme y darle conversación. Preguntarle si era verdad que las sobras de los platos del restaurante acababan en las croquetas que vendía la Rosti con tanto éxito –como se oía entre risitas y voces bajas entre los tipos de la cocina–, o quizá qué coño hacía allí haciendo el trabajo de los moros. O sobre todo si se acordaba de mí. Si sabía por qué yo no parecía afectarle, de la misma manera que afecto a todo el mundo cuando me pongo. Y sobre todo:  ¿cómo conseguía ignorarme y que eso en realidad no me molestara?

Cuando me vio continuó limpiando, no hizo ningún gesto de saludo, no fingió no conocerme, solo continuó llenando de jabón los vidrios y luego al retirarlo –con esa herramienta que parece una T con un labio de goma– parecía escribir mensajes, en una lengua secreta, que desaparecían rápidamente. Ves qué chorradas digo: lengua secreta. Eso es lo que se me ocurrió, como si estuviera colocado. Siempre me produce ese efecto.

Cuando terminó, desapareció en las profundidades del obrador. Yo sentí que me habían robado algo y me cabreé mogollón. Fui sonrisas toda la noche hasta que pillé un chaval con un carné falso y además de las dos collejas reglamentarias lo retuve en el office mientras llamaba a la Nacional. Ver su cara mientras le explicaba el delito que había cometido, la pena que le podía caer, la reacción de sus familiares y el trato que podía esperar en la cárcel me tranquilizó un poco. Conejero se apuntó, él siempre está dispuesto a apuntarse; luego preguntó:

¿Qué te ha dado con este?

Con este, nada, demasiados chavales intentando entrar con carnés falsos. Que se corra la voz que no lo toleramos.

Los chavales continuarán haciéndolo, tío.

Claro, pero la madera tendrá claro que no somos tolerantes. ¿Lo pillas?

Conejero lo pilló, siempre está dispuesto a pillar lo que le digo. Soy muy convincente, hasta yo me creo lo que explico.

En las noches siguientes miraba de reojo la puerta del obrador; no le vi, primero pensé que usaba, como los otros empleados, la puerta de atrás. Luego que teníamos horarios cruzados, que cuando él entraba yo salía. También que igual intentaba esquivarme, que me tenía miedo y como este era el pensamiento que más me gustaba iba dándole vueltas hasta que era como una neblina en mi tarro, que lo tapaba todo y hacía la vida más suave y dulce.

De golpe estaba allí otra vez, friega la acera. La fiesta no ha comenzado todavía y la puerta está floja. Dejo a Conejero de kíe, cruzo la carretera, entro en la Rosti y saludo al Ali de la barra. Le pido una bolsa de patatas fritas con mahonesa y tomate, ni se me ocurre hacer el gesto de pagar. El Ali achanta, sabe que soy el jefe de algo en la mierda esta y prefiere estar a buenas conmigo. Cuando salgo me quedo parado en medio de la acera mojada, él continúa fregando de espaldas a mí. Conejero me observa desde enfrente, le sonrío y dejo caer las patatas al suelo. Conejero feliz como un chiquillo viendo dibujos. Las patatas han hecho un chof al caer como solo lo hace un montón de mierda al esparramarse.

¡Oh! Lo siento, he tenido un accidente.

La fregona continua su zigzag, una vez, dos veces, tres veces, al final se gira y mira el estropicio; no parece importarle, no sonríe, no tuerce el gesto, solo apoya la fregona en la pared, pasa junto a mí y entra en el local. Pienso en esperarle, pero un carraco rojo, con la música alta, aparca sobre la acera de enfrente y el mismo puñado de idiotas de las últimas noches comienzan a joder a Conejero. Tengo que poner un poco de orden. Tres minutos y los capullos han aparcado bien y ya están gastando dinero en la barra. Miro enfrente, él está apoyado en una escoba, junto a él un recogedor, frente a él un puto perro comiéndose las patatas del suelo; tarda dos segundos en dejarlo todo limpio, al final con un solo golpe de escoba El Seco recoge el envase de cartón y se vuelve adentro. El perro me mira, yo miro al perro. El perro se tumba junto a la puerta, al poco bajan la persiana y el perro se pira. Conejero está decepcionado, el ritual de humillación no ha funcionado. Yo estoy encantado, no sé por qué.

Los currantes de la Rosti, al rato, salen por detrás, algunos se acercan a pelar la hebra un momento en la puerta. El primero, el Moha. Dice de sí mismo que es el jefe cocina, más bien es el encargado de los pinches: el pinche jefe. Siempre huele a algo que no sé qué es. Me he quedado con que lleva unos días haciéndose el casual y mirando fijo. Busca algo que no son invitaciones, quizás auxilio profesional. Sé que sabe que Conejero y yo gestionamos reclamaciones. Aquí mismo hemos zurrado a un par de camellos; bueno, eso lo sabe todo el mundo, lo que él sabe, –porque hubo un momento en que estuvo muy, muy cerca, y tonto, tonto del todo, no es– es que rascamos algo más que la satisfacción de un trabajo bien hecho.

El primero que nos hicimos fue improvisado –intentó bisnear en el local y lo colocamos. Le requisamos unos billetes, pocos, pero bien. Lo llamamos multa y le dejamos que se largara después de enjabonarlo. Al segundo, quisimos dejarlo engordar un poco, le dimos tiempo para pillarlo después a la salida cuando se marchaba y darle un palo en toda regla. Fue un fracaso, cuatro chavos. Estos tíos son unos pringados, no tienen donde caerse muertos. Desde entonces no ha vuelto a aparecer ningún listo más por aquí. Como mucho algún manguta vestido de domingo a hacer gasto y mirarte de lejos, pero punto; ha sido casi una decepción.

Pues eso, ahora que según cambia el tiempo hace más frío, humedad y la carretera me parece cada vez más interesante. En ese momento en que el aburrimiento me arrastraba a hacer una gilipollez, el Moha empezó a hacernos la corte ya de manera descarada.

Mi cuñado es un hombre malo. No es buen marido para mi hermana.

¿La zurra, Moha? –le pincha Conejero.

Moha evita contestar, es un moro, su cuñado es moro, todos zurran como esteras a sus mujeres, a todos les importa una mierda. Hasta a ellas, no como las judías. Ahí está la historia, esa de la biblia, de la judía que se acuesta con el general enemigo y le corta el pescuezo, la cabeza entera, cuando duerme. A las judías no les curran los maridos, no señor. Estoy por comentarlo, solo por ver la cara que ponen los dos tontos estos, pero no digo ni mu, le dejo espacio a Moha, para que continúe con  su rollo.

Un hombre tiene obligaciones con la familia, responsabilidades. Además, no es un buen musulmán, bebe, va con mujeres...

Y bla, bla, bla. Así ha sido, un día, luego otro; al final casi esperámos un nuevo episodio de las aventuras del cuñao del Moha.Hoy hay una nueva.

...dos días sin aparecer por la casa. Mi hermana llama a todas partes: al hospital, la comisaria, la prisión, nadie sabe nada...

Seguro que estaba de putas, el cabrón. ¿No, Moha? –Suelta Conejero.

...Jueves, mañana, mi hermana se levanta; llorando se asoma a la ventana. ¿Qué ve? Enfrente, cuñado mío. Limpiando coche nuevo. Mi hermana baja corriendo. ¿Dónde estabas? ¿Qué pasar? Él, reír ¿Mi café?,pide, ¿dónde está mi café?... Ríe, ríe...

Moha se calla, tuerce el gesto. Conejero parece que va a soltar otra parida; le corto con un gesto.

¿Qué pasó después, Moha? Anda, cuenta, amigo.

Simula dudar, el muy cabrón, pero yo sé que está que revienta por soltarlo.

Mi hermana coger sobrino, niño pequeño, irse a casa de mi madre, llorando. Decir que él mal hombre, no venir a la casa, no dar dinero para compra, ni para cosas niño. Ella llora, mi madre llora, ahora también llora mi mujer.

Me imagino a Moha con una mujer y un niño más en la tribu. Y todas las mujeres calentándole el tarro con que haga algo, y tengo la sensación de que claro que lo va a hacer, pero no lo que las mujeres piensan.

Y él, tu cuñado, ¿qué ha hecho? ¿No ha ido a buscarla?

Nada, no ha hecho nada. Él continúa por los bares. Ha contratado a una vieja cristiana para limpiar... Fui a hablar con él y dijo que no me conocía, que no éramos familia.

Yo le hubiera roto la crisma –perjura Conejero.

Le creo, le rompería la crisma a cualquiera. Le basta con muy poco motivo. A mí no me hace falta tenerlo, la verdad, solo estar aburrido... Entonces pillo lo que de verdad Moha lleva días explicándome.

Oye, Moha: ¿a qué se dedica tu cuñado? ¿De dónde le llegan los billetes para tanto coche y tanta chica fácil?

Moha mira a un lado y a otro como si temiera que hubiese alguien escuchando. Queda guay porque justo aparece una peña de chavalotes que saludan modositos dentro de sus zapatos brillantes para la ocasión. Conejero les abre el cordón y yo los sumo en el cuentapersonas. La puerta se abre, un soplo de música se escapa y luego son engullidos. Volvemos a estar solos. Conejero achanta la mui, él también ha pillado que hay algo por debajo de la cháchara que me llevo con Moha. Los tres nos estamos callados, por la carretera sopla un viento fresquito avisando que dentro de nada este no va a ser un sitio agradable para currar y poco después no habrá ni curro y que la cigarra se joda. Al fondo se oye como el colgado de cada finde estripa el motor del buga al máximo, hasta que se escuchan los estampidos del corte del encendido; cosas de labriegos saliendo por la noche.

Moha se echa la mano al bolsillo y me da una bellota, si las bellotas fueran más alargadas, con punta por los dos lados y de color marrón muy oscuro. Por jugar se la tiro a Conejero, que la pilla con dificultad y se lo mete bajo la nariz.

¡Esto ha estado en el culo de alguien! Todavía huele...

Desde luego es mentira. Solo parece hachís del culero, es más fácil de vender.

¿Tiene mucho más de esto tu cuñado?

Moha asiente una vez y luego como si se decidiera asiente un puñado de veces.

¿Y tú sabes dónde lo tiene?

Moha no dice nada, no hace gestos, creo que tiene una idea de donde puede estar el alijo, pero se da cuenta que si abre la boca es posible que pase una línea y luego no pueda volver. Mejor, que se cueza en su jugo.

Vete a casa, Moha, el finde trae mucho curro. Tienes muchas croquetas que hacer. Ya hablaremos el lunes.

Moha se pira. Conejero ya la tiene dura.

¿Nos lo vamos a hacer?

No creo que valga la pena, no tengo puta idea de a quién colocarle el costo.

¡Yo sí!

Eres una caja de sorpresas.

¡Qué coño! Es fácil, sobre todo si lo saldas. Hay un par de notas en mi barrio que se lo quedan seguro... si no es mucho. ¡Si es mucho se lo podríamos fiar! Si no cumplen…

Frena un poco. Joder, es el Moha, igual sopla o se vuelve atrás. Desde luego quiere joder al cuñado y como la tiene fofa quiere que le hagamos el trabajo. Igual es una tangada de cabo a rabo.

No lo es.

¿Cómo estás tan seguro?

Conejero se calla, en su cara solo hay asombro, asombro de que se me escape algo tan obvio para él.

No se atrevería a joderte.

Tronco, hay muchos chalados por ahí, hasta chalados suicidas –y lo dejo estar ahí.

Y llega el lunes, y el martes, y más días, mientras engatusamos a Moha –o él a nosotros– en la churrería de la plaza; donde pago rondas de chocolate con churros y me distraigo viendo como Moha se hace la estrecha y Conejero se pone como una moto. Cuando mi estómago dice que ya no quiere volver a probar los churros en la vida Moha se decide y nos señala un piso en la capital de la comarca, que como casi todas estas movidas está en el barrio viejo, un barrio viejo de verdad, con sus trozos de murallas, arcos, iglesias y hasta un puto templo romano, que debe llevar allí más de mil años y, si no, lo parece.

En estas me apalanco un rato en un bar de por ahí cerca y, ¡Dios!, cómo canta la movida. En un rato de nada te quedas con toda la película: el moro bigotón, el del Mercedes negro de segunda mano, tiene un piso en aquel portal, ese donde hay tipos picando a la puerta cada dos por tres. La mitad de las veces equivocándose y acojonando a los cuatro viejos que todavía aguantan en la escalera. Me quedo con todo esto en el tiempo de comerme un bocata y leerme el periódico por encima. Lo veo fácil y también veo que es un menudeo continuo, igual se pilla un duro, hasta seis pesetas y todo. Me hace gracia mi propio chiste y decido hacerlo, aunque no es por la pasta es... por el morbo, por sentir el calorcillo en el interior, por la aceleración del pulso, porque puedo.

Lo decido y me pongo de muy buen humor. Pago la cuenta, me hago el loco y robo el periódico. Deseo que el camarero se dé cuenta y me diga algo, estoy dispuesto a jurar que entré con él bajo el brazo igual que salgo, a plantarme por el puto periodicucho y liarla, pero no tengo suerte y nadie se queda con que me lo llevo. Salgo a la calle, entonces veo al Seco, con sus ropas baratas y el corte de pelo a máquina. Está frente al puto templo ese que te decía antes, delante no, a un lado, toca con la mano derecha una de las columnas. Pienso en acercarme y darle un susto, pero gira la cabeza y me ve. Es como si me estuviera esperando.

¡Sí, tío! Sujétalo fuerte, no se vaya a caer. –le digo.

Él mira hacia arriba, hacia el alero del edificio. Retira la mano y se mira la palma, las yemas de los dedos, como si pudiera ver algo que nadie más ve.

No caerá, lo hicieron para durar. Alguien que quería ser recordado.

¿Sí? ¿Quién coño fue?

Esa es la cuestión, nadie lo recuerda.

Y entonces parece darse cuenta con quien está hablando y agita la cabeza como si fuera imposible que yo o él entendiéramos nada, se gira y se va tan pancho. Y yo pillo lo que quiere decir, que es lo mismo que yo pienso, pero dicho en friki: que todo es mentira, un parpadeo, luego nada y solo acierto a gritarle:

Y todo polvo al polvo, notas. La cuestión es llegar el último.

Y me enfado, me enfado sobre todo conmigo, porque, coño, suelo ser más sutil y con él siempre acabo rajando como el puto Conejero y me gustaría hablar con él, preguntarle, no sé el qué. Pero es importante, sé que tiene la respuesta, solo me falta encontrar la pregunta. Rumio esta mierda un rato hasta que me digo que ahora mismo la pregunta es ¿cuándo es el mejor momento para meterle por el culo el Mercedes al cuñado del Moha?

Pasamos días turnándonos a echarle un ojo a la rutina del punto. Hasta que me entra el gusanillo y ese día decido que mejor ya no lo podemos tener de controlado el tema y que ya solo nos queda esperar la visita del Gitano Alto.

Va vestido con un traje de tres piezas negro, sin corbata y con camisa de colorines, parece recién salido de la portada de un disco de flamenco de ahora y de siempre, o sea, por si no lo has pillado, que es tan visible como una bandera. A él no le importa, cree que está en su terreno, no sabe que este pequeño rincón del mundo hoy, ahora, es mío. Pronto lo descubrirá.

Ahí llega –le susurro al walkie–. Bastante puntual.

El Gitano Alto ha aparecido a la misma hora, más o menos, todos los días. Esa puntualidad señala organización, disciplina –que no se ve mucho en la mala vida– y también que es un gilipollas predecible. El Gitano Alto trae y/o lleva algo. Solo es una apuesta, pero creo que el mejor momento para el palo es con él presente. Ahora pasa junto a nuestro carro la acera aquí es muy estrecha, una pasarela entre los autos y la pared, se para frente al portal y echa una miradita arriba y abajo de la calle –con careto de soy un tipo astuto, no se me escapa una– y pica el interfono; inmediatamente un chasquido eléctrico, la puerta está abierta y él se pierde en el interior del zaguán.

Salgo volado del buga. Dejo que la puerta del edificio se cierre delante de mí, el ruido flota hacia arriba por el hueco de la escalera, espero que lo escuche y que le parezca normal. Anoche truqué la puerta para que no cerrara bien. También pensé en aflojar las bombillas de los rellanos, pero no hizo falta, están todas hechas polvo.

Cuento hasta cinco y empujo suave la puerta con la palma, se abre silenciosa, ya estoy dentro. La entrada está desierta, se escuchan pasos en la escalera, pasos que se detendrán en el segundo piso, lo sé. Dejo que se cierre la puerta del portal. Me pongo el pasamontañas de motorista, fino y verde oscuro –hacer esto siempre me pone cachondo–, mientras subo ligero por la escalera, siguiendo el rastro de los ruidos que llegan de arriba: timbre, llave que gira en la cerradura, más llaves, más cerraduras, puerta que se abre... Gitano Alto está entrando en el piso en el momento que me planto al pie del último tramo de escalera y el moro del bigote me ve; le doy el alto, duda un segundo, sé lo que ve: un tipo con pasamontañas, walkie talkie y chaleco. Conejero aparece en el rellano desde el tramo de escalera superior mientras enciende el foco portátil y le alumbra directamente. Por un segundo piensa que somos la policía –en este país a la policía se le hace frente con abogados o corriendo y ahora mismo no puede hacer ninguna de las dos cosas–. Duda un segundo y al siguiente le he aplastado contra la pared del recibidor antes de meterme bien adentro de su madriguera.

Me muevo rápido por el interior. El pasillo es un túnel oscuro, la habitación izquierda está vacía, la habitación derecha llena de mierda. Me aseguro de no dejar a nadie a mi espalda mientras voy hacia la luz de allá delante, es la del salón, es de planta rectangular, las persianas están bajadas, al fondo hay una puerta a la izquierda, la que comunica con el dormitorio grande. Me hago un plano mental: el salón es la tienda, el dormitorio, el almacén. Pillo a Gitano Alto no sé si aterrizando o despegando del sofá.

Sí, sí, vas bien. En pie, las manos a la espalda ¡ya!, date la vuelta –él se lo piensa, mira dos veces mi arma y decide hacer caso.

Se gira. Piso con decisión la parte trasera de su pierna derecha, a la altura de la rodilla, eso le hace caer sin resistencia que valga con casi todo el cuerpo en el sofá. Lo esposo rápidamente –esposas de juguete, de un kit de sheriff del Oeste, solo hay que cambiarles la cadena y no hay Dios que se suelte–. Conejero se nos une con el moro también esposado. Le ha reacondicionado un poco la boca, mal hecho, igual necesito que cante un poco y así le costará más.

La puerta del dormitorio se abre; una gachí –todo maquillaje corrido, negligés y ojos de sueño–, se queda paralizada en el marco. El sueño se le borra de la cara y veo como toma aire. Nunca llega a chillar, le atizo un revés sin contemplaciones con la mano de la cacharra, es una de las pocas cosas por lo que la poli se da aire: una tipa chillando. Cosas de la violencia de género. Viéndola esparramada pienso que esta se puede decir que ya ha tenido su parte.

¿Estarás calladita o te vuelvo a meter?

Ella asiente mientras se medio incorpora y se apoya en el marco de la puerta. Tiene los ojos muy abiertos, muy oscuros y brillantes, en una cabeza de huesos delicados. Tiene un grano pequeñito en la frente, medio cubierto por una capa espesa de maquillaje; me fascina y me da mucho asco a la vez.

En fin, vamos a concentrarnos. Adelante, por favor.

Conejero empuja al moro contra el gitano y se mete para la habitación.

Me quedo solo con mis invitados, sus miradas atentas. Ella tiene las manos tensas, como queriendo sujetar fuerte algo que no existe. Nadie dice ni pío, solo se escuchan los ruidos que hace Conejero cacheando la habitación. Un minuto, dos minutos, tres minutos...

Sé que el tiempo se les hace eterno esperando, no saben bien el qué, pero hay posibilidades de que no será nada bueno. Conejero aparece en la puerta con una mariconera en la mano; dentro, una veintena de huevos de hachís, unos pocos billetes.

¿Solo esto? ¿Estáis bromeando? Tú, levanta.

Estiro al gitano y lo llevo hasta la pared, donde vuelvo a hacer que se arrodille bruscamente, se da un par de toques con el careto en el muro, casi no se queja, solo gruñe bajito. Lo cacheo con una mano mientras apoyo la fusca en sus riñones. ¡Bingo! Encuentro un rollo de billetes en sus pantalones.

Ocúpate de su amigo.

Conejero cachea rápidamente al moro, no le encuentra nada que mole. Normal, está en su casa, si tiene algo estará escondido por ahí, no lo tendrá encima. Me planteo cachear a la gachí, pero estamos en las mismas, además no veo donde puede ocultar algo, como no sea dentro del culo.

Vigila, yo repaso.

Entro en el dormitorio. Conejero, como le he enseñado, primero vació todos los cajones sobre la cama, después lo recogió todo haciendo un saco con la colcha, lo aparto a un lado, giro el colchón, miro bajo la cama y luego vacío la ropa del armario sobre la cama. Puede que haya algo más, puede que no. Respiro, intento mirar la habitación con nuevos ojos. Los muebles son feos, las cortinas chillonas, la alfombra está sucia, solo hay una luz encendida, una lámpara sobre la mesita de un rincón. ¿Por qué? Las persianas están abiertas, entra luz suficiente. Me acerco, sigo el cable de la lámpara hasta el enchufe en la pared. Los otros interruptores, los enchufes de la casa, la instalación eléctrica, es diferente, más antigua. Desenchufo el cable y toqueteo un poco el marco del enchufe. Me quedo con él en la mano y una pequeña caja fuerte de dos cerraduras queda a la vista. Me siento de la hostia. Vuelvo con una sonrisa triunfante al salón y pillo al moro del bigote del bigote –¡no es un chiste!– y me lo llevo al dormitorio donde lo empotro de morros contra la pared de la caja.

La llave. ¡Abre!

Parece que va a decir algo, pero yo le meto el cañón en la oreja y decide callarse. Está atado, apenas puede moverse y un chalado con un pasamontañas verde le ordena que haga algo que no puede hacer. Acaba balbuceando.

El jarrón, dentro del jarrón.

Repite, mientras mira alrededor buscando un jarrón que no se ve por ninguna parte. Yo sé dónde está: envuelto en la colcha con todo lo demás, pero es tan divertido ver como se esfuerza en retorcer el cuello intentando encontrarlo, que me hago el loco para que dure un poco más la movida.

¿Qué jarrón? ¡Hijo de puta! ¿Me quieres tomar el pelo? ¿Te crees muy listo? ¡Abre la puta caja ya!

Y empujo el cañón dentro de su oído. Noto su tensión, el deseo inmenso que tiene de apartarse de él, aunque sabe que es imposible, yo no lo voy a permitir. Noto como desea cumplir mis órdenes, unas órdenes que yo mismo le impido cumplir.

Un jarrón, un jarrón rosa, estaba aquí, las llaves están dentro, necesito las llaves.

Vas a necesitar una cabeza nueva, eso es lo que vas a necesitar.

Lo zancadilleo, le hago caer, con las manos atadas se da la gran hostia. Le planto las rodillas en la espalda y de un tirón me acerco el hatillo hecho con la colcha, rebusco dentro, aquí está. Le hago levantar y se lo enseño.

¿Es este? ¿Es este?

Sí, es este.

¿Están las llaves dentro?

Sí.

¿Seguro?

Sí.

Veámoslo.

Se lo estrello en la frente, se derrumba otra vez. Su cara de sorpresa antes de quedarse roque es un poema. Dentro del jarrón hay un llavero, un trozo de lápiz, horquillas, todo esto lo tiene por encima de la pechera, como medallas a la estupidez. Pillo el llavero. Forcejeo con la pequeña puerta dos segundos hasta que desliza sobre unas guías y me quedo con una caja estrecha pero larga como mi antebrazo.

Dentro me esperan más billetes, puede que veinte o veinticinco huevos, un bolsa con un chorro gramos de algo que debe de ser farla y una pistolita ridículamente pequeña. El moro gruñe, lo pillo del cuello de la camisa y lo levanto, lo devuelvo al salón, donde se esparrama otra vez. Parece grogui, grogui y ensangrentado, pero no hay que fiarse, las brechas en el tarro son escandalosas, pero no tienen por qué ser graves. Le paso la caja a Conejero, la vacía en la talega y se la tira sin fuerza al gitano en la cabeza. Este gruñe, pero no abre la boca. Esto me mosquea, los gitanos no van por la vida de silenciosos, más bien son lloricas o amenazantes. Me acerco a él y le miro a los ojos. Me aguanta la mirada. Soy todo para él.

Abre la boca.

¡Ahí está! La desilusión en sus ojos. Sabe que lo he pillado.

¿No entiendes, capullo? ¡Abre la boca, escupe!

Se rinde, escupe un par de bolas gordas en su regazo, unos mogras más de farla pa la saca.

Mi reloj pita bajito una sola vez, llevamos diez minutos dentro. Conejero retrocede hacia la salida. Yo no tengo ganas de irme todavía. Son un público tan atento, están tan pendientes de mí.

Ha sido un rato muy agradable. Pero ahora tenemos que irnos. En cuanto tengamos un rato volveremos a haceros una visita. Traeremos el postre, ¿vale? ¡Estupendo!, ya lo estoy deseando.

Me saco del bolsillo las llaves de las esposas y las hago tintinear a la vista.

En el buzón, ¿ok?

Entonces es cuando se me ocurre, me acerco al moro, le cojo del bigote y estiro hasta que gruñe de cojones. La verdad es que no sé si está despierto o no, esa es la gracia, cuando le digo bajito, en la oreja, ante la mirada interesada del gitano.

Hay que ser más cariñoso con la familia.

Saludo. Nos vamos, cerramos la puerta. Conejero saca una atornilladora de la saca y atornilla la puerta al marco con dos tornillos largos. Diez minutos después, cruzamos, muy por debajo de la velocidad máxima, campos que apestan a la mierda de cerdo con que los abonan. Todavía llevo las llaves de las esposas en la mano, unas llaves de juguete, de plástico, sería divertido ver sus caras de decepción cuando consigan llegar al buzón.

Me siento satisfecho. Conejero, súper subido, hace cuentas en voz alta. ¿No se cosca de que habla de calderilla? El dinero solo es una excusa, lo importante es estar en el centro, crear un todo y estar en el centro de él. Ahora ya está hecho, ya es pasado. Pronto será como si nunca hubiese sucedido. Lo olvido todo rápido. Hasta el viernes siguiente.

Porque ya es viernes y la fiesta ha comenzado pronto. Hay mucho movimiento en la puerta y me siento alegre, bien dispuesto con la gente, todas esas caras que vienen y van; las que me preguntan por gente que no conozco o las que me piden fuego. Me siento casi tolerante con los grupos de chavales babeantes, chavalas altivas y sus danzas de apareamiento. Estoy contento y todo me está bien.

Los coches –ladrones de miradas– pasan rápidos y ruidosos, derramando su música de mierda por las ventanillas abiertas, locos por hacerse notar. La puerta tiene más movimiento que nunca, porque todo el mundo sabe que se acaba la temporada y que todo se está convirtiendo en pasado más rápido de lo que se puede admitir.

Estoy cortando a unos niñatos. Se lo toman fatal, pero el garito está lleno y no hay otra. Como son habituales intento ser civilizado –aunque odio sus caras llenas de granos y esa ansiedad que parecen cargar encima siempre– y explicarles la historia del aforo y la seguridad. Como parecen no querer pillarlo al final les suelto que esto es un sitio donde venden copas y que, si dejo entrar a alguien, ese alguien debe ser alguien que quiera comprar copas y que ellos entre todos no tienen para comprar una coca cola. Uno comienza a tensar la mandíbula y a cabrearse, pero sus compis se parten la caja de risa. Esto le pica mogollón y se pone muy subido. Pienso que a lo mejor tendré ocasión de distraerme un rato poniéndole en su sitio, cuando veo a uno de los Alí que sale medio rebotado de la Rosti.

Tiene cara de susto y mira suplicante en nuestra dirección. Da la sensación de que va a ponerse a gritar, pero le hago un gesto de ya va, otro a Conejero de espera aquí y al niñato le suelto una mirada de ahora no me toques los cojones, y en un momento cruzo la carretera y me planto frente al Alí. El tipo balbucea en árabe y luego en francés, parece haber olvidado como hablan las personas por aquí. En realidad, me da igual, tengo una idea de lo que puede estar pasando. Lleno de alegría entro en la Rosti, paso tras la barra y entro en las cocinas siguiendo el escándalo que se oye allí por el fondo.

El Moro del Bigote, con un cuchillo jamonero en la mano, tiene entre ceja y ceja al Moha. No lo ha pinchado ya como una aceituna porque entre los dos está el Seco, con una silla en la mano. Es una silla fuerte, de tubo de hierro y melanina gorda, como las que se ven en los colegios, la lleva baja, con las patas apuntando ligeramente hacia arriba, cerca del cuerpo. El Bigotes habla mucho, pone cara de malo y de cuando en cuando tira un mandoble que el Seco no se molesta ni en parar. Se le ve solo ligeramente interesado y diga lo que diga el Bigotes él le responde: vete a casa, vete a casa...

Creo que es un buen consejo, pero el Bigotes prefiere tirarse a fondo; los tajos del baldeo, casi una pequeña espada, se pierden contra la silla. El Bigotes suelta un torrente de insultos, al menos en tres idiomas, el Seco bosteza y continúa con su mantra: vete a casa, vete a casa... El Bigotes se cabrea tope, cambia de posición, deja el baldeo atrás, pegado a la cintura, e intenta pillar las patas de la silla con la mano libre. Es mejor táctica, imagino que si llega a pillar la silla estirará, saltará adelante e intentará acuchillar al Seco por el costado; este tiene que ponerse más agresivo o retroceder, pero detrás está el Moha que acabará pillando. ¿Por qué da el morro por el Moha? ¿Por deporte?... ¿Moha? ¿Dónde va el Moha?

¡El Moha! Lo ha visto claro y ha salido pitando, pegado a la pared, hasta la cámara frigorífica y sin pensárselo se ha metido dentro y ha cerrado la puta puerta de acero detrás de él. El Bigotes pega un chillido, pero, hermano: el Moha ya está fuera de su alcance. Lo sabe, baja el cuchillo y luego lo sube y señala al Seco con él mientras le suelta un montón de juramentos y promesas de muerte. Luego se pone tieso y se da la vuelta todo digno.

Todo esto –el moro helándose de frío dentro de la nevera, su cuñado con el cuchillo de jamón, intentando convertirlo en ¡un pincho moruno!– me parece lo más gracioso que he visto nunca y se me escapa la risa, primero como una pedorreta contenida y luego como una carcajada. Río, río y luego vuelvo a reír, mientras la gente, el tiempo, el mundo, espera. Al final tengo lágrimas en los ojos y a través de ellas veo al Bigotes pasmado conmigo. No puedo evitarlo, le saludo.

¡Hola! Me alegro de volver a verte.

Me reconoce, sé que me reconoce. Se le vuelve a crispar la cara, aprieta el cuchillo y parece dispuesto a venir por mí; yo deseo que venga y comienzo a pensar hacia dónde me moveré y con qué le puedo pegar mientras siento que el aire es dulce y como se oyen atronadores los motores en la carretera. Para este momento me gustaría un poco de silencio, pero si los divinos motores quieren gritar su música yo la escucharé.

El puto moro grita y se viene pa mí con el baldeo tieso... y el vacile le dura un segundo, el tiempo que tarda el Seco en embestirle de abajo a arriba con las patas de la silla en los huevos, los riñones o en lo que le pille, total, es igual. Casi lo levanta del suelo. El cuchillo se le escapa de la mano, da dos bonitos, lentos, giros en el aire y cae de punta a nada de mi pie. El Seco no ha terminado, le da la vuelta a la silla y le mete con el canto del respaldo en las costillas. El Bigotes decide que ya tiene bastante y dando un torpe rodeo alrededor mío, sale manoteando hacia la puerta; ya en la acera parece dudar entre largarse para arriba o hacia abajo.Me fijo que tiene una ceja abierta sujeta por trocitos de papel y que el ojo asustado que hay bajo ella me está mirando. No recuerdo salir detrás de él, pero ya que estoy ahí doy un paso más acercándome, con el resultado que él da dos pasos hacia atrás a trompicones, y entonces ¡lo noto!, todas las piezas están en su lugar; escucho el rugido y sé que suena como un coche pero que es otra cosa, es algo que viene a buscarle. Doy otro paso adelante, más rápido, más decidido, él retrocede sin apartar la vista de mí, invade la calzada y el carro colorado lo arrolla con un estrépito de cojones.

Le veo volar un segundo, con un fondo de chirrido de ruedas y cuando toca el suelo los bajos del coche le engullen, desaparece un segundo hasta que las ruedas traseras lo escupen dejándolo descoyuntado en medio del asfalto. Sé que está muerto, sé que lo he matado sin tocarlo, sin casi llegar a salir del local, sé que lo he hecho y que ahora es mío para siempre. Bueno, eso no lo creo, pero molaría, le daría profundidad al acto. De todas maneras, estoy contento, tanto que quiero compartir este momento, que todo el mundo se bañe en él, busco mis testigos, pero todo el mundo revolotea alrededor del coche y sus ocupantes, tan jóvenes, tan blancos, tan asustados… evitan acercarse al muñeco retorcido que hace nada era un hombre. Hecho una mirada al interior, los Alí pican a la puerta de la cámara intentando convencer a Moha de que salga, que el hombre del saco se ha ido; estoy a punto de volver a partirme la caja de risa, pero me contengo. El Seco, mientras, se quita el delantal, luego se sienta en la silla y me mira.

Me mira y sé que sabe que el Bigotes si estaba aquí, es porque yo, digamos, que le he invitado a que se pasara. Lo sabe, no sé cómo lo sabe, quizá nos ha visto demasiadas veces tomando chocolate en la puta churrería rodante o el idiota del Moha intentó reclutarlo a él antes para el bisnis. O es que quiero que lo sepa, preguntarle qué le ha parecido, pero solo me sale decirle:

¡Eh, tío! ¿Dónde aprendiste a usar una silla así?

Porque estoy un poco preocupado, preocupado por él. Las sillas, los palos quedan fatal en los atestados de la Nacional. No contesta, por un momento pienso que va a utilizarla contra mí, pero la deja bajo su culo y no dice nada..

¿Jugabas a toros y toreros con una cuando eras chico? Di que no, por si acaso, que a nadie le pueda parecer que tienes intimidad con la silla y  pueda cargarte uso de armas. ¿Lo pillas?

Claro que lo pilla. Me escucha. Decide que puedo tener razón, saber de lo que estoy hablando. Me siento reconocido. Luego se mira las manos. No parecen muy fuertes o quizás son lo más fuertes que pueden ser con su constitución. Son unas manos bonitas, manos que parecen sabe hacer cosas; como las mías. Hacer cosas, tengo que hacer al menos una.

He de llamar a la Nacional. ¡Qué cojones! Cien tipos ya habrán llamado, pero yo, sobre todo yo, he de hacerlo, ¿no? Es mi curro. Tú mantente tranqui. Por mi parte eres un héroe. Sí, señor, un jodido héroe. Podría haber acabado como una banderilla o no... ¿Tú qué piensas? ¿Nada? Es igual, te debo una.

Deja de mirarse las manos, su expresión dice a las claras que no quiere que le deba nada, ni media, no sé si ofenderme. Ya lo pensaré luego, ahora lo que hago es descolgar el teléfono que hay colgado en la pared detrás de la barra.

Y a partir de ese momento la situación te arrastra más aún y antes de que te entren ganas de mear estás sentado en una comisaría de pueblo –que huele tanto a lejía que casi no se puede pensar– esperando a que te tomen declaración. Hay un muerto por medio, ¿deberíamos preocuparnos? No creo, no estamos en un calabozo como el mamón del Moha, al que han metido allí por moro y por si acaso, nosotros estamos sentados en un banco de madera en la recepción, en la sala de espera, como quieras llamarlo, y todos nos ignoran.

La Nacional, antes de empezar, ya nos ha descartado, nunca pensó que aquí hubiera algo más que un rollo de familia de moros. Un número jovencito se hace el enterado y me sopla que el chaval del carro se negó a bufar en la maquinita y se lo llevaron al hospi a sacarle sangre. El carraco es del padre. Me cuenta con desprecio que el nano está más preocupado por como se va a poner el viejo –cuando vea la faena de chapa y pintura–, que por el mogollón retorcido que antes era un hombre. Todo muy dramático, con moraleja. Eso es lo que más les gusta a los polis, una buena moraleja. Cuando el número se abre, todo se queda silencioso. Solo estamos el Seco y yo. No se mueve, no hace ruido al respirar, podría estar muerto. Intento darle conversación.

El chaval lo tiene crudo. Se veía venir que al final acabaría comiéndose el bordillo. El pequeño capullo pasaba cada noche, lanzado. Si se esmeran lo hacen culpable de algo vistoso.

El Seco parece volver de ese sitio donde se va continuamente. Se queda mirándome como si no esperara que estuviera allí.

¿Culpable? ¿Culpable de qué? ¿De exceso de velocidad? ¿De beber demasiado? ¿De ser estúpido?

¡Oh, tío! Sobre eso no hay ninguna duda que lo es. Vengo a decir que igual intentan colgarle premeditación. La movida era cada noche. Unas pocas veces cada noche.

¿Premeditación? ¿Dirán que lo estaba buscando? ¿O que le valía cualquiera? Es retorcido.

Sí que lo es y también es normal, la Nacional siempre intenta hacerlo todo más grande, más resultón. Lo importante es que si su atención está en otro lugar no se fijarán mucho en ti.

¿Por qué tendrían que hacerlo? Yo no participé en el fin de fiesta.

Espero que la Nacional, el juez y tu mamá lo vean así. Porque también podrían pensar que tú te lo cargaste. Después del último toque ya no sabía ni donde estaba, le das uno más y el chaval se hubiese ahorrado mogollón en planchista.

Lo he soltado sin pensar, me he dejado llevar por la costumbre de apretar hasta que quiebre. No se arruga ante el mogollón que le viene encima. Le resbala. Además, tiene una respuesta.

Tú le empujaste, tan cierto como si le hubieras pillado del cuello y lo hubieses puesto bajo las ruedas.

No suena como una acusación. Suena como algo que es y punto. Algo no demasiado importante, como dejarse la puerta de la nevera abierta, algo así.

No creo que la Policía entienda esos matices. ¿Esa va a ser tu defensa? ¿No he sido yo? ¿Ha sido el tipo guapo?

Parece pensarlo un segundo y decidir que no tiene respuesta y que esta en realidad no es importante y parece volver a olvidarme, pasar, de mí, de todo, eso que se le da tan bien.

¿Por qué haces esto?, digo el hacerte el héroe, defender a los débiles, esas cosas. ¿Te pasa mucho? ¿No te lo había preguntado ya?

No.

¿No te lo había preguntado?

¿Lo habías hecho?; no, no lo hago.

¿Y ?

Y… ¿qué?

¿Por qué lo haces?

Como es marca de la casa se queda un momento silencioso, decidiendo qué va a contestar. En el servicio estas paradas que hacía, convencían a bastantes de que era tonto. A mí, desde la distancia, nunca me lo pareció, en realidad nunca había estado tan cerca de él, como ahora que compartimos el banquito este. Tan cerca que me doy cuenta de que sus ojos son como de cerámica, parecen marrones y sosos hasta que los ves de cerca y te das cuenta de que están llenos además  de manchitas verdes y grises. Igual me estoy flipando demasiado, porque cuando al fin responde hasta me sobresalta un pelín.

Ya está hecho, no importa. Perdí la cabeza y me metí en un lío, es mi especialidad.

¿Te metes mucho en líos, chavalín?

Eso no le ha gustado, que le llame chavalín. O quizá que me quedé colgado mirándole a los ojos espero que no piense mal. Todo el mundo tiene un resorte, un punto, algo que les hace saltar. Él también debe de tenerlo, escondido tras capas y capas de indiferencia. Cambia de posición en el banco, su postura por fin reconoce que estoy aquí.

Siempre aparecen idiotas, idiotas que creen que dominan la situación. Normalmente me aparto de su camino, para mí no son un problema. Me quedo tan feliz. O eso me creo. Porque al final algún capullo no dice por favor o piensa que me puede hablar con familiaridad y sin aviso toda la mierda Zen desaparece. ¿Sabes lo que pasa entonces? Me meto en un lío.

¿El Seco me está amenazando? En realidad, no. Me está informando, hasta de buen rollo. Es suficiente para sentirme en la obligación de zurrarle como una estera. Eso sí, no le volveré a llamar chavalín.

No parecías muy fuera de ti con la silla en la mano.

¿No?

Te he visto muy suelto, liberado. De verdad, te reprimes demasiado, acabarás con una úlcera.

¡La hostia! ¿Tendré que agradecerte que me enseñes el sentido de la vida?

Eso es muy fácil: la vida no tiene sentido. Es una broma, hacemos reír a alguien, llámalo Dios si quieres. El mundo es una bola de helado en el asfalto. La vida es corta, pero no lo bastante para no tener tiempo de arrepentirte, ni de contar las veces que te has equivocado. Tú lo sabes, eso te molesta, te gustaría coger esa silla tuya y explicárselo en profundidad a quién fuera que montó la historia de esta manera, pero te dices que no está bien y procuras pensar en otra cosa, lo intentas hasta que encuentras una buena excusa y… te sueltas, ¿no?

Abre la boca, la cierra, no dice ni pío, deja de mirarme. Aquí estamos: él en su sitio y yo en el mío. Me quedo con las ganas de decirle que su sitio y el mío es el mismo, suena bien, debe ser mentira. Un agente se asoma y le llama en un tono ligeramente despectivo, quizá el tipo solo está cansado de una larga noche de guardia, o es un hijo de puta que se hizo poli para poder mearle a la gente a la mínima oportunidad –es un buen oficio, ya te lo he dicho alguna vez, si no fuera por el papeleo–. Al Seco no parece importarle, pasa, tiene el depósito vacío, tardará un tiempo en volver a llenarlo, solo se levanta y desaparece tras la puerta silencioso. Es un buen tipo, un tío legal, un día se subirá a una torre y se liará a tiros con las hormigas de abajo. Está en guerra con el mundo. Yo también. No podemos ganar.

 

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