Mr. Útil -Capítulo XIX- El tío de los recados cruza el océano para entregar un regalo
1
En la cola de los pasaportes, con la careta de paciencia infinita del viajero profesional puesta, la sensación que arrastro los últimos días de que algo anda mal no me abandona. Culpa a la mierda de hierba que estoy fumando, o que no estoy fumando. Que mierda de hierba, como la echo de menos.
Aseguran que esta temporada entrar en el país es muy sencillo, que ahora lo complicado es salir. Aunque oficialmente la guerrilla ha desaparecido, todavía en los cañones, en las faldas de las montañas, allí muy lejos al interior, se continúa plantando mucho más arbusto de coca que el necesario para el consumo del mate local. Es por eso que hay perros en el aeropuerto, es por eso que no he traído nada de mota. Es por eso que estoy de los nervios.
Una señorita con un coqueto uniforme, no sé si del cuerpo de aduanas o de una empresa de servicios, observa alternativamente mi cara y la fotografía del pasaporte. Ahora llevo barba. Al fin parece conformarse, lo sella y me lo devuelve. Tengo un visado para veinte días, solo espero estar dos.
Nueva cola, esta vez son los equipajes que han de pasar por rayos X. Ya en el avión tuve que rellenar y firmar una declaración conforme no llevo un número excesivo de móviles, ordenadores, alcohol, animales domésticos y un sinfín de medios de pago.
Curiosamente mi contrabando no figura en el documento. Por lo tanto, no lo es. Aunque un aduanero fierro podría mantener que entra bajo el epígrafe de valor, puedo defender que me mantengo a este lado de la línea. La Firma puede afirmarlo. Un millón de abogados lo corean. Al final, ya veríamos.
Hall del aeropuerto, tras un cordón se amontonan los comités de recepción. Con sus tabletas, con carteles manuscritos en las manos, reclaman la atención del señor Chang, de Joaquín Espada, de Esmeralda O’Connor. Otros solo proclaman el nombre de la empresa o el del hotel. A la primera ojeada no veo mi nombre, a la segunda, con más calma, tampoco, a la tercera acepto que nadie me ha ido a buscar.
Me asusto, tengo miedo de llamar la atención, el turista perdido, aquel, el de la barba. Sí que llamo la atención, un tipo se acerca y me ofrece taxi con los modales que en otros lugares del mundo se ofrecen drogas o chicas; me hago el loco.
Hago una llamada, me aseguran que el hotel debe haber enviado un taxi, que las altas esferas hablaron directamente con el Olimpo y que los Titanes deben estar aquí con una carroza. Me recomiendan que me fije si hay alguien con un cartel que ponga… y tras una pausa recita mi nombre. Le doy las gracias por recordarme como me llamo y cuelgo. Soy un huérfano; en algún momento en la larga cadena de mando, mi taxi se esfumó. Nadie va a reconocer que se ha olvidado. Tendría que haberlo comprobado yo mismo. Tomo nota mental de ello para otra vez, si sobrevivo. Sí, estoy de un estado de ánimo fúnebre. No tengo nada para fumar.
Hago otra llamada, alguien con experiencias frescas en el país, al menos más que yo. ¿Hola? Perdona, ¿cómo están las cosas últimamente?, ¿es seguro coger un taxi? ¿O ya estamos como en México? Durante diez minutos me bombardea con información. Al final saco en claro que como México no es, nada es como México, ni siquiera México, y que lo más sencillo para conseguir transporte es buscar tipos con traje y coches negros, aparcados en las zonas prohibidas cercanas a la salida.
Voy en un Toyota negro. El chófer conoce el hotel. Vi como pasaba algo ¿dinero?, al ¿policía?, ¿urbano?, ¿general de carabineros? que merodeaba por la entrada. No hemos recorrido un kilómetro y estamos sumergidos en un caos; la autovía tiene seis carriles por sentido, necesitaría sesenta. Todos utilizan el claxon continuamente y colocan sus vehículos en espacios imposibles con gran destreza. El chófer que me lleva no se queda atrás o eso me parece a mí, avanza saltando de carril en carril, casi rozando la maraña de vehículos que se mantienen enteros, la mayoría de ellos, solo a base de alambre, cinta, masilla y fe.
El tráfico pasa bajo letreros de tres metros de alto que atraviesan de parte a parte la autovía, desde ellos caras sonrientes intentan vendernos más o menos lo mismo que en todas partes. Estos reclamos son lo único que parece tener los colores vivos, no estar cubierto por un patina de polvo gris. Veo operarios aferrados a la estructura, manteniéndolos, abrillantándolos. Algo pequeño corre en la parte inferior del entramado de cables y tubos que es el organismo del letrero, primero pienso que son ratas, después me doy cuenta de que son sucias ardillas de cola larga. La carretera no parece ir a ninguna parte, podría ser un gran circulo cercado por edificios de dos o tres plantas sin enlucir. En sus bajos, los escaparates, las puertas, son estrechas y cubiertas de malla metálica. Un puente sobre una riera seca de veinte, treinta metros, de ancho promete dejar mirar hacia el interior, a la lejanía, pero muestra solo más muros crudos bordeando el cauce yermo que corre sobre lo que parece ser una planicie eterna. El taxi gira a la derecha, cambia de autovía y súbitamente rodamos bordeando el Pacifico, lo que es hasta el horizonte bajo el cielo encapotado agua de color del plomo. Por un segundo creo que se me revela el aspecto del espíritu de la ciudad: cantos rodados aglomerados con tierra gris son el cuerpo de un animal sucio, encaramado sobre un barranco que mira el mar, apenas retenido por las grandes redes metálicas que le afirman un flanco, sobre él que nuevos edificios se apelotonan en el mismo borde, junto a letreros que señalan rutas de escape en caso de tsunami. Me pregunto quién compra apartamentos construidos sobre barrancos inestables con vistas a olas gigantes.
Noventa minutos de viaje, llegamos al hotel. Mi habitación en la cuarta planta tiene vistas a los jardines de la embajada brasileña. Hombres con trajes de camuflaje y grandes armas automáticas lo patrullan continuamente. Los espío tras la cortina hasta que suena el teléfono y me asusta. Recepción me avisa que la piscina, planta doce, estará cerrada hasta mediodía por labores extra de mantenimiento. Doy efusivamente las gracias y cuelgo. Mi lengua produce un chasquido de desagrado dentro de la boca, a veces mi cuerpo decide expresar por su cuenta mis emociones, sobre todo cuando estoy solo y he bajado la guardia. ¿Debería preocuparme? ¿Le pasa a todo el mundo?, ¿sólo a los fumetas que no tienen nada para fumar?
Estoy cansado, muy cansado, debo dormir; no creo que pueda. Tengo dentro del vientre una pelota indigerible consecuencia de demasiadas comidas en aviones y aeropuertos. Paso el rato sentado en el retrete, sin éxito. Luego entro en la ducha. Sigo sin sentirme mejor. Como siempre espero una llamada, me pagan por esperar.
Sentado en una butaca examino la habitación. Cuesta diariamente lo que aquí viene a ser el sueldo mensual de un obrero. Prefieren cobrar en dólares. Es grande, limpia, nueva y a la vez no gran cosa, una sucesión de planos en tonos marrón. Nunca he estado en un hotel con verdadero estilo, alojado quiero decir, sí que he estado, de visita, en el Danieli, en el Villa Vecchia, en el Palace, sitios de esos en que la publicidad tienen razón y con la habitación adquieres experiencias, lo que no sé si buenas o malas, depende como te lo tomes. De todas maneras, mi cuenta de gastos crece desbocada, salto de avión en avión desde ya hace tres días, desde que Pol me mandó llamar a un hotel muy parecido a este, en otro país. ¿Qué país? Me quedo en blanco, tanto que creo que he dado una cabezada. ¿Importa qué país? Todos son iguales, una farsa, una estructura en proceso de derrumbamiento, bajo el peso de sus mismos parches. Me parece una reflexión muy política, muy profunda. Luego recuerdo que no tengo nada para fumar. ¿Desde cuándo?
2
La última rasquilla, de la mierda esa mala que pillé la última vez, me la fumé en el lavabo de cortesía del hotel de Pol justo antes de subir a verle. Lo necesitaba, estaba tenso. No había hablado con Pol desde… ahora no caigo, últimamente nuestro contacto solo han sido un par de mensajes y el segundo me hizo volar dos horas para hablar con él. El último recado que me enchufó fue complicado, él lo sabe por eso mi primera y estúpida preocupación fue pensar que además de una nueva tarea, la que fuera, me caerían un par de palmaditas en la espalda. Me desagrada ver a Pol intentando aparentar... no tengo la palabra, no es agradecimiento, ni tampoco compañerismo. No sé cómo llamar a la forma que simula estar próximo a uno, de cómo aparenta que estamos juntos en una tarea que nos interesa a los dos por igual. Preocupación vana, Oriente ya era un pasado muy lejano para él, Pol no quiere estrecharme la mano y felicitarme, lo que quiere es que haga un recado.
Recuerdo amodorrado cómo en ese otro hotel Pol me habló y me parece que es ahora mismo cuando hablamos, porque soy más consciente que nunca de como está siempre parapetado tras sus gafas y de su mímica corporal: tengo prisa, estoy ocupado, gano mucho dinero. Esto último no lo confía únicamente a la mímica. Si tiene ocasión trufa las conversaciones con sentencias mágicas que dejen claro todo lo que ha conseguido, todo lo que va a conseguir. Esos alardes me parecen de nuevo rico, una falta de gusto, pero quién soy yo para criticarlos. Él es quien paga. Porque sí, sí, tiene dinero, mucho dinero, dinero real. ¿Cuánto? No lo sé. Aunque sospecho que si supiésemos la cantidad exacta nos parecería manejable; es un error de percepción, demasiados telefilmes en que todos los maletines guardan un millón de pavos. La imagen de Pol que guardo en la cabeza comienza a explicarse.
–Roque ha cometido un error, un exceso de iniciativa.
No pregunto, callo y escucho. No es corriente volar mil kilómetros para que te den una charla. No sé cómo por un momento pensé que esto tendría algo de felicitación. Solo me hace venir aquí para darme otra vuelta de tuerca a ver si me rompo.
–Ha estado colocando, con la ayuda de tu amigo Ramoncito –y es por eso que tú estás aquí–, unos rubíes pequeñitos, aquí y allá, por su cuenta, a espaldas de La Firma. A mis espaldas.
Parece muy decepcionado. No sé hasta qué punto. La integridad en este mercado siempre es una cosa relativa.
–¡Xavalla! ¡Calderilla! Si no fuera porque… –parece sopesar si merezco su confianza antes de continuar– ...¡El muy idiota! Duplicó certificados de origen. Certificados que eran de piedras de La Firma y ¡adivina!, ya eran duplicados, duplicados de duplicados, ahora hay un montón de piedras por ahí colgando del mismo papelucho.
La multiplicación de los panes y los peces, así oí bautizar esta práctica una vez. Suena el teléfono, Pol lo coge y se olvida de mí. Pasea por la habitación, la conversación parece no ser más que una sucesión de interjecciones, cada vez más altas. Cuelga. Me devuelve su atención. Tiene la cara crispada, pero solo es un segundo, la cara se le relaja, pierde toda expresión y luego enarca un pelo las cejas y deja que las comisuras de los labios dibujen una sonrisa de tolerancia. He visto antes sucesiones de estas en su rostro, siempre pienso que le pasa cuando duda un segundo frente a su armario de personalidades cual es la que corresponde a un momento como este.
–¿Quieres saber lo mejor? Las piedras eran muy inferiores a los certificados. Qué raro, ¿no? Hay algún lote que acabó en manos de… – parece buscar la palabra– un joyero, que ahora está muy cabreado, sus clientes están cabreados –se agita–, clientes con muchos dientes de oro. Es fácil cabrear al mexicano equivocado, y no te digo al venezolano equivocado. Son tipos que se compran pistolas, de esos que disfrutan enseñándote su pistola nueva. Si me venden una piedra que no cumple la calidad..., yo me cabrearía, me sentiría engañado, pero yo soy inofensivo… Ellos, no tanto. A veces un tipo es prisionero de su propio papel.
No solo es la multiplicación de los panes y los peces, también es un Caná: la trasformación del agua en vino. Con tratamientos de calor se puede mejorar el aspecto de los rubíes, si no te pasas. A veces solo hace falta muy poco más para que ennegrezcan y se estropeen definitivamente. A veces es suficiente con cualquier trabajo habitual en joyería, ensanchar o estrechar un anillo, cualquier tontería por la que el joyero le acerque un poco el soplete.
–Quiero que lleves un pedido. Que Roque lo entregue, a ti te daré algo personal para don Ramón, como excusa para acercarte a él. Discretamente entérate lo cabreado que está y sobre todo con quién. Sonríe y di… di lo que quieras. Después cuento con que puedas hablar con Ramoncito sin invitación, enterarte de su punto de vista, ¿no? Según lo que averigües… ya veremos.
Acabó la audiencia, nunca había hablado tan abiertamente conmigo. Miento, nunca había hablado abiertamente conmigo de las interioridades del trabajo de otros. Claro que con el tiempo acabas enterándote de secretillos, sabiendo de procedimientos. Cómo manejes este saber es lo que determina tu futuro en La Firma. Puedes llevarte las manos a la cabeza y largarte o, como yo en su día, fingirte autista –la manera más fácil de mostrar buena disposición–, mientras esperas que te propongan ponerte alegremente a pasear por el borde.
Ahora ya no hay duda, he ganado la confianza de La Firma, llámese como se llame esta semana. Después de Oriente este encargo; es como subir al primer equipo, don Ramón, Roque, son primeras espadas. El entusiasmo me desaparece rápido; me pregunto si soy el adecuado para estar aquí –además de para la obviedad de entregar un paquete, para eso soy el rey–. No soy una persona sutil, no tengo don de gentes, no soy el adecuado para atar un cabo suelto o enterarme de algo. ¿Por qué yo? Intento no hacerme la misma pregunta desde que Pol me encargó el trabajo.
De momento cae la tarde, el sol se hunde en el Pacífico y estoy a nueve mil cuatrocientos kilómetros de casa. ¿Qué debería sentir? Nunca creí que llegaría tan lejos, no tengo vocación viajera; soy hijo de emigrantes, solo quiero regresar, lo que no sé es a dónde. Yo no tengo una isla mítica, miento, no la tenía, ahora tengo un rincón en el sur que me pertenece. Un segundo antes de dormirme del todo en la butaca tengo otra iluminación: eso de las labores extra de mantenimiento es que un chiquillo se ha cagado en la piscina.
–Hijo de puta –río.
3
Más tarde, despierto, refunfuño, cago –¡aleluya! –, me vuelvo a duchar, salgo de la habitación. La terraza del bar restaurante está llena. Hay una gran mesa montada al fondo. Son gente de los medios. Parecen muy satisfechos con ellos mismos, ruido sobre fondo de sonrisas y peinados kitsch.
Roque aparece por la puerta, abarca la sala con la mirada hasta que me localiza. Me encanta el gesto que dibuja su cara, una perfecta mezcla de reconocimiento y alegría, una expresión que te caldea el alma. Es curioso lo que llega a hacer la gente para conseguir que un rostro como el suyo, su rostro, te dedique nuevamente esa expresión. Cruza el salón en dos zancadas y hace desaparecer mi mano entre las suyas, todo sonrisas y dientes afilados.
–¡Muchacho, cuánto tiempo!
–Bien, sí, un poco.
–Es una alegría ver una cara conocida.
Quiero creerle, quiero creer que se alegra, que este rostro, confiado y franco, sonríe porque yo estoy aquí, ahora. Solo dura un segundo, su manaza, que continúa estrujando la mía –todo seguridad, todo masculinidad, todo Dale Carnegie–, rompe el encantamiento. Trato con músicos, todos tienen las manos fuertes; un contrabajista podría ponerte el índice en un ojo, apretar y llegar hasta el cerebro, pero nunca transformará en una competición dar la mano. Se considera de mala educación, un alarde que no lleva a ningún sitio. Al final se da por satisfecho, abre la trampa y deja escapar mi mano y suspira dulcemente mientras se desploma en el asiento.
–¿Por qué hemos de ir corriendo siempre?
–Servidumbres del trabajo.
–Tendría que haber otra manera, una alternativa…
Y se embarca en una disquisición sobre como él organizaría diferentes aspectos del negocio. En su mirada hay un brillo, el brillo del que tiene un sueño, un objetivo. Por un momento pienso que me está sondeando para el momento en que sus planes se pongan en marcha; lo descarto: yo, para él, no soy nadie. A veces, por hacerme el gracioso, suelo explicar que iba para mano derecha del jefe y acabé siendo sus pies. Es así como me ve él. Olvida que con los pies se dan las patadas, me digo. Me suena a diálogo de Lee Marvin. ¿Ahora me he transformado en la sota de bastos? Mejor dejar los pies en tierra,
Roque tiene el culo de acero.
Un griterío en la mesa grande, hijo del champagne, le interrumpe. Parece bajar de los cielos y reencontrarme.
–Hablo, hablo, soy un pesado. Cuéntame algo. ¿Tienes algún cacharro interesante para vender?
Ese es Roque, recordando los hobbies, las manías, de todo el mundo e insertándolas en la conversación, haciéndote sentir a gusto; yo también lo hago, no con su maestría por supuesto.
–Hace poco cayó en mis manos un piano eléctrico. Un Fender Rhodes Stage Piano, de los sencillos. No es muy común, hay gente que los adora, y gente que los odia, como todos los instrumentos con carácter.
–¿Qué beneficio se le saca a un bicho de esos?
–¿Trescientos? ¿Trescientos cincuenta?
–Siempre van bien –dice su boca; su lenguaje corporal dice que con eso no tendría para el peluquero–. ¡Basta de charlas! –decide–. Vayamos a lo nuestro.
Obedezco, de hecho, es la hora; me levanto, nos levantamos, vamos a los ascensores. Un tipo puede parecer un líder siendo el primero en decir lo que de todas maneras la gente va a hacer.
Mi maleta a medio deshacer sobre la cama. Desmonto de los puños de una camisa blanca un juego de gemelos en ópalo y diamantes, reproducción de una serie que una casa vienesa diseñó en los treinta. Después desentierro del fondo del neceser, ligeramente pegajoso, unos pendientes de rubí, talla corazón, cierre de pala catalana, sucios de cosmético, opacos; parecen olvidados, no sé si le habrían dado esta impresión a un aduanero.
–Tendrás que limpiarlos. ¿Tienes ultrasonidos?
–No hay problema.
Antes de bajar me quité el reloj, me espera en el cajón de la mesita bajo unos calcetines, es un modelo artesanal suizo, caja cincelada en platino, esfera blanca. Las doce están representadas en el espacio donde otros relojes colocan las dos; cuando te lo pones descubres que ese es el diseño adecuado para la esfera de un reloj de muñeca. Roque tiene una correa nueva para él; además de la habilidad para cambiarla, creo reconocer la piel de cocodrilo de color azul. Queda impecable.
Hecho, soy mucho más barato que un transporte, digamos convencional y su pila de seguros, visados e impuestos. También soy más discreto, no dejo un reguero de papeles tras de mí. Eso es importante cuando el cliente final está interesado únicamente en pagar en efectivo. Todo sea por la cuenta de resultados.
–¿Eso es todo?
–Para ti, sí. Llevo un libro de estampas para don Ramón, personal.
Por un momento creo leer una marca de disgusto en su frente, es un instante tan corto que puede confundirse con una ilusión. Los comerciales son muy protectores con los clientes, no les gusta que nadie, innecesariamente, se acerque a ellos.
–Vendrás al acto.
Hace que suene como una afirmación teñida de satisfacción, ha recuperado el control, yo estoy como un flan.
–Eso parece, si se han acordado de ponerme en la lista.
–¡Claro que lo estás!
–¿Seguro? ¿Sabes lo que me ha pasado con el taxi?
