Mr. Útil -Capítulo XXII - El tío de los recados visita la cima del mundo
1
Mato el tiempo en la cama. Tumbado, cuento los días que llevo sin fumar, los que sin beber, semanas sin ir a la playa, meses sin comer timballo di maccheroni... Cuento con avaricia todo el tiempo que llevo sin hacer nada que me guste realmente. Me siento pesimista. El jet lag, la culpa es del jet lag, seguro, no tiene que ver nada con no tener pa’fumà. Debe haber una pastilla para superar esto, como para casi todo, pero lo más fácil sería un petardo.
Suena la alarma que la previsión programó en el móvil. Me he dormido, un sueño inquieto, pegajoso. ¿Está el aire acondicionado encendido o apagado? Siempre me quejo del frío que hace en los hoteles y hoy tengo calor. Vuelvo a la ducha.
Cuarenta y cinco minutos después, plantado en el hall la cabeza me zumba y me muero de sueño, por lo demás estoy impecable dentro de finísima lana azul oscuro. Me contemplo de refilón en los espejos, llego a la conclusión de que tengo los hombros estrechos y eso me hace parecer frágil, aunque quizá también más joven. Creía que a mi edad no había manera de parecer más joven, parecerlo sin caer en el ridículo. Sonrío a mi imagen y su risa resuena francamente dentro de mi cabeza, y es entonces que en el reflejo, detrás de ella, veo a Roque haciéndome señas desde la puerta abierta del que supongo es su coche. Una nube de botones flota a su alrededor dudando entre ayudarle a salir de él o echarlo de la zona de descarga. Me resulta muy cómica la situación, me recuerda no sé qué. Segundos después soy el copiloto y en una posición un poco forzada mantengo una educada charla con una joyera paraguaya y su acompañante, que ocupan el asiento de atrás. Ya nos hemos cruzado anteriormente y la charla es fluida, al menos por su parte; como en una revelación recordé su nacionalidad y que le gusta el teatro, solo tuve que pedirle que me recomendara un espectáculo, para alegrar mi, desgraciadamente corta, estancia en el país. Ella, veterana en estos lances, se lanza a un análisis de la actualidad teatral con un “Todo, todo, es un asquito…”, mientras desde Roque emana una oleada de conformidad.
¿Esta es la parte más importante de mi trabajo, dar las entradas y luego escuchar con atención? Si es así hasta hoy nunca me había dado cuenta. Charlamos, sobre todo ella, y así es como pasamos del teatro a los aviones, de ellos otra vez al teatro y mágicamente a la presentación, a los invitados, al acto al que nos dirigimos, que parece que está dando que hablar, tanto que su siguiente pregunta me sorprende.
–¿Cuánto te piensas que le puede haber costado, cielo?
Es una pregunta casi de mal gusto a la que yo evidentemente no tengo respuesta. Hay que disculparla, todo el mundo está impresionado con el programa de esta noche y eso que ciertos círculos son difíciles de impresionar.
Continuamos siendo sus sparrings verbales durante el trayecto, hasta que paramos frente a la alfombra roja. No es la primera que paso sobre una, aunque todas las otras las había colocado yo. Son fáciles de poner, pero quitarlas puede ser una pesadilla si la cinta adhesiva –de doble cara– que las sujeta se cuece bajos los focos. El coche desaparece mágicamente en manos de un joven con chaleco; mis acompañantes caminan por el centro, decididos hacia la puerta y yo intento volverme invisible mientras avanzo por el lateral, ignorado por la claca y los espontáneos.
No hay control de seguridad para nosotros. Despreciamos el libro de entrada. Somos ricos, somos famosos, no hay sonrisa más blanca que la nuestra. Porque en menos de dos segundos, en un parpadeo, hemos pasado entre dos mundos, de la noche subtropical al mundo de Oz, donde todo es perfecto y el disc–jockey, bajo un cielo de flashes y luces de colores, bendice una cohorte de camareras de sonrisa traviesa. Roque se vuelve ligeramente y, sonriendo, me anima.
–Esto impresiona a un chico de pueblo, ¿no?
En el interior, una célebre supermodelo, una de aquellas para las que se inventó originalmente el adjetivo, pasea del brazo del anfitrión que saluda a todos y a nadie. Al fondo un telón estampado con el logo de los Boudrie resalta las siluetas congeladas por los flashes.
Más allá de ese telón existe otro mundo, el mundo de los que mantienen la ilusión en marcha. Está justo entre Oz y las calderas de Pedro Botero. Cruzo una puerta antipánico que permanece entornada y busco caras conocidas entre los eléctricos, los tramoyistas o las chicas del catering. Aunque la mayoría del personal en estos actos suele ser local siempre hay alguien que va saltando de sarao en sarao pasando la escoba. Al final reconozco un par de caras. Fuera de plano, conocidos y no, todos se ríen de mi traje y me llaman señor con gran retintín.
Al poco sé, más o menos, quién ha llegado y quién no. Y que don Ramón no se junta con nadie, solo va arriba y abajo del brazo de la alemana dándoselas de hombre de mundo, lo que sin duda es, porque allí atrás, en el andamio de las cosas, se respeta a don Ramón, del que corren las más disparatadas leyendas. Que quizás no sean tan disparatadas, quizás tengan un fondo de verdad, y por eso don Ramón tiene la habilidad, el poder, de mantenerse flotante en el interior de una esfera desde la que acojona a todo el mundo.
Nada nuevo, yo ya sé que don Ramón es inalcanzable para mí, a no ser que consiga una buena escalera. La escalera se llama Rafael y lo localizo repasando papeles junto al muelle de carga.
–¡Rafael! Buenas noches. Esto es increíble. Os habéis lucido. ¿Cuánto tiempo habéis tenido para montar?
Rafael, con un leve fruncimiento de la frente, consigue transmitir que el verbo montar no es de su agrado –como tampoco lo es coger, ni ningún otro de esos que los europeos usamos tan liberalmente–, y que por ello me tratará con la mínima educación que merezco, o sea, me dedicará unos segundos, aunque no poseo ninguna cualidad por la que valga la pena perderlos conmigo.
–El suficiente, como puede ver. Ahora, si me perdona…
–¡No te perdono! No te perdono, Rafael. Necesito tres minutos con don Ramón.
–Eso va a ser imposible. Esta es la noche del señor Boudrie, estará muy ocupado con sus invitados.
–¡Qué curioso! ¡Pensaba que yo era un invitado!... –la cara de Rafael se torna pétrea, como si me importara–. Es broma, es broma. Tengo algo para él, personal, del Sr. Pol.
–Démelo, yo se lo entregaré.
–No, no. Lo haré yo, Rafael.
Rafael me mira, yo le miro. Rafael no dice nada, yo tampoco. Don Ramón y el señor Pol se comportan como adolescentes, pasándose notas en clase, compartiendo secretos. Rafael lo sabe y sabe que no debe intentar bloquear mi acceso al gran hombre, pero no puede evitar intentarlo. Es muy aburrido tener las llaves del reino sin, de vez en cuando, dejar a alguien fuera. Ese es su gran poder y no quiere perder un ápice de él. Al final se rinde.
–No se esconda mucho, justo antes de la presentación enviaré a buscarle.
–Estaré en la barra del fondo, no me moveré; cuanto antes liquide esto, antes me iré. No puedo llegar tarde a casa, no me dejan jugar con los niños grandes.
No contesta, adelanta un poco la mandíbula, con lo que quiere decir que…, es igual, demasiada rafaelogía me aburre. Dejémosle que regrese a su tarea en el interior: mantener las ilusiones de gente rica en marcha.
Pido en la barra Lagavulin con hielo, es gratis. Paladeo el sabor a turba y rumio como comprar una botella y meterla en la nota de gastos. Luego pienso si no ha sido una mala idea pedir un trago. Pero, bueno, ¿no es una fiesta? En realidad, no, solo tiene el aspecto de una fiesta. ¿Qué es entonces? Un acto de autoafirmación –me contesto a mí mismo–, autoafirmación de fe en la marca. Es un acto religioso, nadie viene aquí a beber, ni a divertirse. Yo menos que nadie.
Un simulacro de salva de aplausos marca el cambio de DJ. Es cuando me doy cuenta de que quien abandona el altar es Ramon Boudrie hijo, Ramoncito. Cruza la escena saludando aquí y allá, picoteando elogios. Lleva un conjunto de ropa muy desgastada con un ligero toque militar, parece el uniforme del campo de prisioneros más chic del mundo.
–¡Ron, macho, ya! –exige mientras redobla con las palmas sobre la barra–. ¿Qué te pareció? –me pregunta.
–¿El qué?
–¡La sesión, la música, macho!
–Acabo de llegar, solo escuché el final.
–¿¡Y....!?
–La música de los jóvenes de hoy en día es una mierda.
Se queda mirándome, sin pestañear, debe ser su mirada de asustar gente; dicen que funciona; no sé qué creer, conmigo nunca lo ha hecho, pero, bueno, ya te has hecho al caso de que soy un fatalista. Quiero creer que nada puede ser peor que lo que ya he imaginado. Me doy cuenta de que se me ha ido la pinza cuando él estalla en una carcajada y me hace prestar atención al presente otra vez.
–¡Jodido gringo! –se traga su bebida.
–No soy gringo, más bien un gachupín, eso me dicen en México.
–Aquí no tenemos palabras para lo que tú eres, bueno, a lo mejor una.
–¿Subalterno?
–¿Sabes cómo te llama pa’? Útil. El señor Útil esto, el señor Útil aquello. Desengáñate, no eres el único Mr. Útil, los va cambiando. ¡Ron, macho, ya! Bébete eso, toma otra.
–Me gustaría emborracharme tan rápido como tú, pero estoy trabajando.
–¡Mierda!, eso no es excusa. Esta es mi casa. Bebe.
–No puedo hacerlo, al menos hasta que me entere en que marrón os habéis metido tú y Roque.
Ramoncito y yo pasamos por amigos. Cómo la gente ha llegado a cometer este error de apreciación es comprensible. Ramoncito se lleva mal con todo el mundo. Es un grano en el culo de la industria. Conmigo mantiene una paz tensa. ¿El motivo? Tenemos, aunque a niveles diferentes, un interés común: los instrumentos musicales vintage en general y las guitarras eléctricas en particular. Debo ser de los pocos que comprende el orgullo que le produce su colección. Un día alguien nos vio junto a una piscina tocando el ukelele y pegando gritos y decidió que éramos amigos.
Ahora, hasta Ramoncito lo cree, necesita amigos, no sé cómo coño lo hace, pero no tiene ninguno; séquito sí, claro; amigos no. Míralo, parece perdido en el reflejo ambarino del ron, reposado y dulce, todo lo contrario que él. Yo continúo callado; odia el silencio, hablará.
–Hay un tipo, allí por Juárez, el Tolteca, así lo llaman, un apache, un indio puro. Tiene arte para la filigrana, el repujado, para el martillo. Es también un santón, un creyente de Xibalbá, de Mictlán, de los que veneran a la Santa Muerte en público y que le jodan al gobierno y al señor obispo. Vende muchos amuletos de buena muerte.
–¿Qué es una buena muerte?
–¿Morir en la cama? ¿Diñarla al primer balazo? Qué importa, pienso que todo eso es mierda, decorado. Pero ¡al jodido le funciona! El indio este tiene su clientela, le hace piezas a… gente.
–¿Qué gente? ¿Charros?, ¿mariachis?, ¿abuelitos revolucionarios?...
Ramoncito espanta mis preguntas con un gesto, como si revolotearan alrededor de su cabeza y continúa con el cuento.
–Una mañana llega, por como lo cuentan supongo que montado en un burro, al barrio de los plateros de Juárez y se pone a preguntar por piedras de sangre; uno le envía a otro y al final acaba en la tienda de un amigo tuyo.
–No tengo ningún amigo en Juárez, ni siquiera sé dónde está.
–¿No lo sabes?, ¡si tienes un montón de amigos en Juárez! Amigos de tus amigos; allí son muy amistosos, los cabrones. Créeme, ¡amigos para siempre! Cómo os gusta. ¡Ja! Tu amigo le enseña unas piedritas de estas y otras de aquellas, más que nada para entrar en calor que la mañana está siendo aburrida. Cuando acaba de darle repaso al género, ¡sorpresa!, el indio no cambia de cara, solo dice que vale, que se las queda. Se lía a sacar puñados de dólares de los bolsillos, carga con las piedras, se monta en su burro y se vuelve a la montaña. Todo el mundo feliz y contento, ¿no? ¡Una mierda! Quince días después el indio en un Chevy, acompañado de todos sus cuñados, regresa a Juárez y no se molestan en pedir el libro de reclamaciones. ¡Joder! No se molestan ni en robar. Están cabreados, cabreados de la ostia. Tienes que escuchar su historia, no tienes otra: el género lo usaron para hacer amuletos sagrados de los suyos, que por lo que parece ahora no lo son tanto o lo son demasiado, porque que los ojos rojos de un anillo de calavera se vuelvan negros, ahí en tu dedo, es de bastante mal agüero, ¿a ti no te lo parecería? Supongo que vinieron con la intención de pegarle un tiro a tu amigo y cortarle la cabeza, antes de que alguien les pegara un tiro a ellos. No es una tarea agradable, tienen claro que nadie es joyero en Juárez sin cojones y conocidos y que los dos son solo para las ocasiones, ¿no? Piensa que cuando le das un tiro a un hombre la cosa no siempre acaba allí, sino que empieza. Por eso cuando tu amigo comienza a perder los modales, se le olvida el falso acento francés y comienza a jurar que le va a meter al jodido Guapo, el alto todo-lo-puedo español, todos sus jodidos rubíes por el culo, ven el cielo abierto. Exigen, ya con otros modales –o sea que guardan las pistolas–, que cumpla lo que dice y que lave la ofensa a la Niña Blanca. Total, que se acaba la reunión, los indios pensando que quedan igual de machos si el tiro lo pega otro, y quien la diñe al final tampoco es tan importante, lo importante es que alguien pringue. Así que se vuelven a su estercolero a continuar con sus cosas y a esperar la confirmación del… desagravio.
–¿Qué esperan? ¿Una cabeza cortada?
–¡Ah, Salomé! ¡No!, no sería educado, sobra. Algo más sencillo, sin alarde, ¿un recorte de prensa? Y unos poquitos rubíes de lo buenos, como disculpa; al fin y al cabo, los habían bien pagado.
–Entonces, ¿se supone que mi amigo este, el de Ciudad Juárez, está por aquí empalmado, buscando... al Guapo?
–Nada de eso. Tu amigo es un caballero, como tú y yo. Primero que nada, buscó consejo y, claro, lo encontró. Encontró consejo, direcciones, teléfonos de gente que se encarga de estos asuntos, es un jodido sector en alza. Luego tuvo el detalle de avisarme, me llamó y todo. Se supone que tengo que agradecerle que me avisase de que va a llover mierda. Ha habido un montón de llamadas, de aquí para allá, de tipos que acojonan de lo educados que son.
–¿Avisaste a Roque?
–¡Qué coño! No tendría que haberlo hecho. Fue él quien me timó o se dejó timar por la flaca. Es de la flaca de donde salen las piedras, de la hermosa diseñadora, de la jodida arpía avariciosa. Le pedí explicaciones y, ¿sabes?, el Guapo se hace el sordo, más o menos. Dice que tiene la solución, da largas, no parece creer que los clientes tengan poca paciencia.
–Tiene que pirarse, meterse en algún agujero.
–¿¡Ese!? Está en la cresta de la ola, solo bajará muerto.
–Busquemos a alguien que hable con él, que le haga entrar en razón. Que lo sacudan un poco, que le metan el miedo en el cuerpo. Así pondrá tierra por medio.
Solo lo he dicho de broma, medio en broma, por seguir el rollo habitual de macho alfa de Ramoncito, pero este tiene una reacción que no esperaba.
–¡No, no, no! ¡Macho! Yo soy músico. ¡Músico! Paso de todas esas mierdas. Nunca pagas bastante, siempre pueden volver a por más. Además, si no le piden responsabilidades a él, se las pedirán a otro, ¿no? ¿A quién?, ¿a mí?, ¿a tu gente?, ¿a ti, Señor Útil? Esto no se acaba con irse a tomar viento.
Me deja sin habla. No he tenido en cuenta esa posibilidad. Me trago la mitad de la copa, dejo que el licor caliente entre en mi cuerpo. Una puta sensación de irrealidad me invade.
–Y a ti, ¿te afectará? ¿Te causará más problemas? –pregunto, por decir algo.
–¿Problemas? ¡Una gran mierda, macho! Fui yo el tonto que lo presentó. Quedaré como un idiota. Ya he quedado como un idiota. Me voy a cansar de pedir disculpas. Parecía tan fácil, solo era calderilla. Hacerle un favor a una concha. El viejo tiene razón: las cosas siempre son más difíciles de lo que esperas. ¡Mierda! Cubriré los gastos, aceptaré las perdidas. Daré compensaciones.
Bebo un sorbo más de Lagavulin. Hace tres minutos pensaba que era gratis. Nunca nada es gratis.
–¿Crees que lo ha hecho más veces? ¿Con otro género?
–No más empezaba –se encoge de hombros–, creo. Es la flaca, ha perdido el sentido. ¡Gasta! ¡Quema la pasta! Quiere estar metida en todo, salir en las fotos –reflexiona–. Demasiado para mí.
Parece perdido, las cosas con Ramoncito tienden a complicarse, es una ley no escrita, inevitable como la gravedad. Vuelve a hacer el gesto de espantar las palabras, los pensamientos que rondan su cabeza. No sé qué decir. Intento hacerle aterrizar.
–La sesión, la música, casi al final, cuando cruzabas los ritmos. Eso hacías, ¿no? ¿Qué era la base?
–Sly and the Family Stone.
–Eso me pareció.
Silencio, relativo en una discoteca. Ramoncito me mira otra vez fijamente, no es su mirada de asustar gente, por un momento pienso que... ¿va a besarme? Tengo que decir algo, romper este silencio. Ayudarle en su… ¿desconsuelo? Le suelto lo primero que se me ocurre.
–Saldremos adelante, pediremos disculpas, culparemos a los hindúes, besaremos muchos culos, lo de siempre. No hay buena acción que quede sin castigo.
–¿Eso es Byron? ¿Wilde?
–O de los Gansas.
Ríe, se levanta.
–¿Sabe una cosa, señor Útil? Tiene razón, la música de los jóvenes es una mierda. Te veo.
Adiós. Se da la vuelta y por un momento parece que va a añadir algo. Espanta el pensamiento. Desaparece entre la gente. ¿Qué más iba a decirme? Quiero pensar, reflexionar, endilgarle el marrón a otro, pero es imposible, no hay nadie más abajo que yo en la pirámide. Además, no tengo tiempo, Rafael se materializa a mi lado.
–El señor Boudrie le atenderá ahora.
–Estupendo. Muchas gracias, acabemos con esto y disfrutemos de la fiesta. Tengo el paquete en el guardarropa.
2
El despacho de Ramón Boudrie padre está en una agradable penumbra, esto permite que a través de las ventanas se otee el Pacífico; una lámina oscura limitada al frente por la cinta de luces de un paseo marítimo –que de cuando en cuando suele llevarse la marea–, y al fondo por las luces de los cargueros que van o vuelven de Panamá –o de algún sitio igual de insalubre–. Tras la mesa de vidrio, aproximadamente del tamaño de un auto mediano, el prócer escucha silencioso el teléfono. Con un gesto me pide que me siente y espere.
Paseo la mirada por el despacho, por las estanterías llenas de antiguos catálogos de relojería, por el horroroso cuadro –que se supone que es de Frida–, por todo el ordenado, cálido, suave, relajante, desorden. Al poco pienso que es una lástima no poder enrollarme en el sillón y dormirme, así que me conformo con intentar ver si las lejanas luces de los barcos son estáticas o se mueven. Cuando decido que parecen ir a una velocidad aparente cercana a cero me viene a la mente que Pol en algún momento habló de pistolas; de pistola, y una vocecita histérica en mi cabeza comienza a pincharme con que he de reconocer que esto me viene grande, y que...
Don Ramón cuelga el teléfono, un aparato enorme, antiguo, todo baquelita negra y latón dorado, con un gesto fruto de la práctica y me devuelve al presente. Don Ramón no tienen móvil, prefiere poder ser localizado solo cuando él lo prefiera, me parece algo muy respetable.
–Gracias por esperar.
–No se merecen, don Ramón –me levanto y me inclino, ofreciéndole un gran sobre acolchado–. Con los saludos del señor Ciscart.
–¡Pol, Pol! ¡Qué cabrón!
Abre el sobre con cuidado, contiene un par de fotografías decimonónicas, levemente eróticas, posiblemente muy subidas de tono en su época; ahora son decididamente… ¿ingenuas? Ellos dos llevan ya tiempo con este intercambio de cromos carísimos, los preferidos son los de señoritas, pero no les hacen ascos a los grabados de mapas o de esas escenas de caza que antes se veían en los recibidores de las casas bien y que ahora el tiempo ha transformado en rarezas.
Don Ramón observa, con la ayuda de una lupa, regocijado, el positivado. Dice positivado, nunca fotografía.
–Tengo una hija que estudia bellas artes. No quiere doctorar en joyería, ella lo que quiere es restaurar, restaurar papel. El papel está siendo olvidado en estos tiempos digitales.
Asiento silencioso y educado, ¿qué otra cosa puedo hacer? En realidad, que comience una conversación conmigo es una sorpresa, estaba seguro de que me enviaría aún antes de abrir el sobre.
–Un día de estos los grandes del mundo descubrirán la historia de sus imperios comida por los pececitos de plata. Todas las entidades, desde las tiendas de barrio a los imperios necesitan mitos fundacionales. En eso, como siempre, van por delante los gringos. Fíjese que su Carta Magna, su Constitución, es el documento mejor conservado de todos, más que la momia de Lenin. ¡Ja! Y a la vez, viajando por su país, en la última tienducha, encuentras enmarcado, allá en la pared, el primer dólar que ganaron. ¡Ah! El papel. ¿Cuánto se habrá perdido ya? No importa, el resto deberá ser restaurado.
Comienza a hablarme sobre técnicas de congelación, prensado, tintas, rayos UVA. Todo el mundo me cuenta historias: ¿qué hay en mi cara que les empuja a hacerlo? Fíjate, hasta este viejo resulta que tiene algo que explicarme, creo que lo hace porque le escucho. Me interrogo ¿por qué le escucho? No tengo una respuesta clara, una mezcla de educación, de interés por sus chascarrillos y porque es un anciano la hostia de rico con el que es más interesante quedar bien que mal.
–Ya me estoy liando, llega una edad en que uno comienza a vivir la vida a través de los hijos. ¿Me hago pesado?
–Nunca, don Ramón.
–Siempre me han gustado los hombres de don Pol. Saben mentir muy bien.
–No quiero contradecirle, don Ramón, pero yo soy un mentiroso desastroso.
–¿Siempre dice la verdad?
–No tengo otra. Siempre se me nota cuando miento.
–¿Qué problema hay con mi hijo? –me espeta.
Mi cabeza tendría que ir a cien por hora, pero a mí me parece que cada vez va más despacio. Si pregunta ¿es que no sabe nada?, ¿quiere confirmar lo que ya sabe? ¿Y qué cree saber? Hay tipos que fabrican datos a medida para la gente como él. Decido decirle la verdad, al menos la mía.
–No hay ningún problema, por nuestra parte al menos, creo. Compréndame, solo soy un empleado, siempre hay más cosas que ignoro que las que sé.
–¡Hable! ¡Hable! Estamos en confianza.
El viejo me ha bien jodido, yo tenía que sonsacarle y es él quien me lo está haciendo a mí.
–Gracias por otorgármela, la confianza –digo–, pero me reafirmo hasta donde llega mi conocimiento: nadie tiene problemas con él.
–Han llegado a mis oídos ciertas operaciones que parecen no haber acabado a gusto de los clientes, unos clientes mexicanos.
–¿Operaciones entre mi matriz y clientes mexicanos? ¿Con ayuda de... la agenda de su hijo? Habladurías. Nuestras operaciones acaban, como ya sabe Vd., con la total satisfacción del cliente, nos debemos a él. Todas las operaciones acaban así o no se realizan.
Don Ramón me mira largamente, desea creerme, yo deseo creerme, el universo desea que sea cierto; entonces, ¿cómo podría ser mentira?
Se levanta, ha terminado la audiencia.
–Será mejor que regresemos a la fiesta. Dé mis mayores agradecimientos a don Pol por su regalo. ¡Baje, baje! Diviértase un poco, bien sabe Dios que todos nos lo merecemos, además queda tanto por hacer.
–Don Ramón.
Me inclino ligeramente como los malos de las películas japonesas y salgo de la guarida del viejo, apretando el culo por si acaso. En la puerta del despacho me gano algunas miradas de soslayo, que deciden por consenso que no soy nadie importante, por ahora.
La fiesta ha adquirido inercia. Un presentador de la televisión nacional cuenta chascarrillos sobre personajes semifamosos a un corro de representantes hongkoneses. A quién representan, además de a sí mismos, siempre ha sido un misterio para mí. Un jugador de fútbol, de gran talento, trata sus repetidas lesiones musculares con las adecuadas dosis de agua tónica y ginebra inglesa. La supermodelo más unas cuantas modelos a secas se dejan asediar por los fotógrafos, mientras estiran el cuello, cediendo el protagonismo a los hermosísimos collares prestados para la ocasión. Viro suavemente hacia las órbitas exteriores de la fiesta. Necesito un respiro, quizá un botellín de Evian, quizá un nuevo trabajo; guarda nocturno en un parking, alguna mierda así, donde no estuviera siempre a punto de ahogarme en un mar de vanidad, oropel, insatisfacción…
¡Soy todo un mártir! Como que no hay cosas más jodidas en las que ahogarse. ¡Venga!, me digo, ¡no hay huevos!, ¿no? A que me doy la vuelta y me largo. Tengo gustos sencillos, sobreviviré. Luego recuerdo que los gustos sencillos son caros y que tengo un resort de juguete a media construcción. Tomo aire, la huida no es una opción, no puede tentarme. En el fondo, qué digo en el fondo, en la superficie me encanta todo esto. Me siento más cerca de las fuerzas que mueven el mundo, aunque sea consciente de que el mundo se mueve solo, que todo es una ilusión, solo vanidad, vanidad de vanidad…, todo es vanidad.
Trazo lentamente una ruta por el borde de la fiesta, saludo a gente que me ignora y un tipo que me suena palmea mi espalda un poco demasiado fuerte y asegura que luego nos veremos. Localizo a Roque en el momento que la música para y la iluminación crea un nuevo punto focal, hacia el que todos nos giramos reverentes. Don Ramón toma el micrófono y nos agradece el haber acudido a su llamada, nuestro apoyo y nuestro interés; pasa después a repartir bendiciones, reconocimientos. Encumbra y santifica al jefe de diseño, recientemente robado a golpe de talonario de una marca rival. Este toma el símbolo de poder que es el micrófono y da la entrada a otro cargamento de modelos, que desfilan por la corta pasarela sus desnudos cuerpos pintados en deshumanizante negro, sobre el cual las joyas brillan como… ¿estrellas en el firmamento? Esa debe ser la idea, suena bien, pero se me ocurre pensar si la pintura es lo suficientemente transpirable o comenzaremos a tener una plaga de desmayos entre unas jóvenes en el límite de la excesiva delgadez. No pasará, todo está previsto, todo preparado. Por eso todos estamos encantados, aquí en la cumbre del mundo. Los flashes destellan sin tregua, una salva de aplausos sigue a otra, amortizando miles de dólares en publicidad directa o encubierta en el más grueso papel cuché que una rotativa es capaz de arrastrar. Una última explosión de aplausos, como el trueno final de un castillo de fuegos artificiales, pone fin a la presentación y devuelve al público a la tierra. No presto atención a las palabras de despedida, a las fotos, a las lágrimas ¡Sí, lo juro, lágrimas de emoción!, de alguna de las jovencitas. Porque un pasillo se abre mágicamente entre la gente y veo al otro extremo a Roque que me anima con gestos a acercarme y a unirme a la fiesta, al círculo privado, al Sanedrín. Y en este momento, como a todo el mundo, lo que me pierde es la sensación de pertenecer, de ser necesario, y me uno solícito, eficiente y útil en toda ocasión. Y subo al escenario y allí estoy repartiendo sonrisas y apretones de mano, mientras me fotografío con Roque, con señoritas embutidas en vestidos finísimos, con gente que no conozco y con don Ramón, que posa su brazo sobre mis espaldas y parece no quererme soltar nunca. Al final reacciono y recuerdo que lo que necesito es llamar por teléfono, necesito saber qué hora es aquí, qué hora es en el resto del mundo. Hago rápidos cálculos y decido que es una hora competente. Hago gestos de después, después, a Roque, estrecho la mano de don Ramón por enésima vez y vuelvo a la relativa tranquilidad del muelle de carga. Pol contesta al tercer timbrazo.
–¿Cómo ha ido?
–No sé decirlo. Lo que se cuenta parece cierto, los clientes enfadados son gente de la que cuidarse, su concepto de una disculpa, de una reparación, es... exagerado. O no, ellos se sienten insultados en una forma religiosa, sí, religiosa esa es la palabra; es como si hubiéramos olvidado de comentarle al ayatola que el bocadillo que le hemos dado es de jamón.
–¡Mierda! Don Ramón, ¿qué sabe Don Ramón?
–Algo sabe, si no todo, de la operación, de quienes están implicados. La sensación que me ha dado es que no quiere darse muy por enterado, porque eso le obligaría a hacer algo. Desde luego está preocupado por su hijo. Yo le he intentado quitar hierro al asunto, le he asegurado que satisfaremos a los clientes, eso le ha gustado, le he visto receptivo. Si solucionamos la historia, creo que él se comportará como si nunca hubiese pasado. Insisto: esto que digo solo son sensaciones.
–¿Tienes idea de cómo Roque llegó a meterse en el lío?
–Ramoncito dice que todo fue casual, la intención era dar una mano a una amiga de Roque, dice eso, pero él está deseando pagar los gastos. Roque dice..., no dice nada, parece que tiene un plan, pero eso también lo sé por Ramoncito, él no se ha sincerado conmigo; ni yo con él...
Continúo hablando, hay cosas que no quiero decir directamente por teléfono –cabezas cortadas, pistolas, sicarios, llamadas telefónicas– y doy vueltas alrededor de ellas; recibo a cambio silencio. Pol piensa; es extraño, el no suele pensar, siempre parece tener la respuesta a punto. Muchas de sus respuestas a veces me parecen gilipolladas, hijas de un ego enorme más que de la inteligencia.
–Esto excede… esto excede tu trabajo, pero entiende que ahora mismo eres el único de nosotros que está ahí ahora.
Su voz ha sonado tan corporativa, tan empresarial, que por un lado estoy dispuesto a hacer lo que sea y por el otro solo pienso en salir corriendo. Nosotros…, ¡quién coño somos nosotros! Este tipo me está liando.
–Habla con Roque, explícale que su pequeña operación al margen ha quebrado, que oficialmente es un apestado. Que se largue lo más rápido posible y que se entierre en algún agujero.
–Se lo diré.
Creo que todo el mundo se lo ha dicho y él ha pasado. ¿Por qué conmigo ha de ser diferente? Porque es mi boca la que habla, pero las palabras son de Pol.
–Que quede bien claro: no importa lo que tenga en marcha para solventar la situación. No quiero saberlo. Oficialmente está despedido. Ya no hay relación entre él y nosotros, ahora se larga, se larga y desaparece. Luego ya hablaremos. Repítelo.
–Despedido, se larga y desaparece, no hay relación oficial, ya hablaremos.
–No quiero saber nada, no queremos saber nada. Despido, se larga, desaparece, ya hablaremos.
–Ok. Se lo diré.
–Hay muchas cosas en el aire, tendrás que pasar un tiempo ahí, manteniendo una línea abierta con todo.
Farfullo un asentimiento mientras pienso qué quiere decir con todo; cuando pienso en que me lo aclare ya ha colgado. No sé si me ha ascendido o me ha enmarronado.
3
Roque, magnánimo, me ha acogido en su cueva tras la fiesta. Es un corte, yo solo le había pedido, así como de pasada, diez minutos para despachar con él, esperando que creyera que tenía nuevos recados de don Ramón o Pol. Pensaba que nos citaríamos mañana o algo por el estilo. Se lo suelto de sopetón.
–Pol quiere que te largues. Oficialmente estás despedido, dejas de tener relación con La Firma. No importa lo que tengas en marcha para solucionar el lío, nadie quiere saberlo. Después ya hablaréis.
El recado viene de las alturas, solo son estas palabras. Cuando salen de mi boca no suenan fatídicas, Roque no se derrumba ni suelta un montón de excusas, el silencio que se crea entre nosotros solo es ominoso para mí. No es que esperase ninguna reacción especial, la verdad, pero es que ni se despeina.
Me pregunto si podría abochornar a este capullo, explicarle el cuento de lo que ha llegado a decepcionar a personas que confiaban en él. Pero, bueno, ¿qué personas son estas? No ha decepcionado a nadie; no ha hecho más que lo que todos esperamos de él, aprovechar las oportunidades de negocio. Quizá podría decirle que todos pensamos que es un idiota y preguntarle por qué vende unas piedras tan malas a unos tipos que piensan que el colmo del buen gusto es ponerse diamantes en los dientes. ¡Dios! ¿Te parecía que son gente con la que se bromea? ¿Qué pensabas? ¿Que eran de algún tipo de grupo heavy?
¿Por qué tengo tantas ganas de hacerme el listo? ¿Por qué me molesta tanto su aplomo? Le tengo envidia, envidia por... parecer que conoce, con total seguridad, su lugar en el mundo. Quizá solo es su fachada, como yo tengo la mía. O no, y él vive un continuo yo real –vivir así, ser así, debe de ser muy cansado–. Comportarme de forma mezquina, ponerme sabiondo, sería reconocer mi propia… ¿indefinición? No sé cómo calificarlo. Así que solo continúo trasmitiendo las instrucciones del gran jefe. Deseando acabar, levantarme y poder decirme que esto ha terminado, para mí y esperar que los molestos detalles sean el trabajo de otro. Luego recuerdo que los molestos detalles puede que sean ahora mi responsabilidad.
–Necesito un taxi. ¿Te importaría pedírmelo? –es lo único que se me ocurre decir más.
Roque me observa y calla. Mi parquedad le parece insuficiente, de alguna manera le estoy decepcionando.
–¿Esto es todo lo que necesitas? ¿Nada más? ¿No pides explicaciones?
Dice como si me ofreciera una copa. ¿Explicaciones? No necesito ninguna explicación, tampoco creo que su comportamiento sea tan inusitado, solo es un tipo acostumbrado a salirse con la suya, que se ha dejado llevar por la codicia. Le han pillado metiendo la mano en la caja de La Firma. Le suelto lo primero que se me ocurre y me acabo liando solo.
–Todo el mundo comete sus propios errores. Tú ya conoces los tuyos. No soy nadie para pedirte explicaciones… o para darlas... o para... ¡qué mierda! ¿Enloqueciste? ¿Putos rubíes recalentados? Me parecen ganas de complicarse la vida. Complicársela por muy poco. No puedes haber hecho pasta, mucha pasta con eso.
–En eso tienes razón, no ha caído un duro por ahí. Ya lo esperaba, solo era un favor, un favor hacia alguien. Ya sabes cómo es esto, gente que quiere evitarse papeleo, gente con la que esperas forjar una relación. A veces te salen ranas.
–Te ha costado la representación....
Según hablo me arrepiento de lo que digo. Roque me hace sentir descolocado normalmente, pero ahora es peor, nada borra la sonrisa de su cara. Me siento como un ratón, un ratón que comprende que cuando el gato se canse de jugar todavía será peor.
–Hay más representaciones –me obsequia con una gran sonrisa–. Además, la vida da muchas vueltas. En fin, ¿ningún detalle… logístico?, ¿cosas por las que preocuparme? Al fin y al cabo…, no sé, este apartamento ¿es de la empresa?, ¿o es una… cortesía de alguien?, nunca lo he tenido claro. Me pregunto ¿quién lo ocupará ahora? Siempre me gustaron las vistas. ¿A ti qué te parecen? ¿Te ves viviendo aquí?
Su tono comienza a molestarme, de un segundo a otro comenzará a acusarme... ¿de qué? ¿De sacar provecho en su desgracia? La desgracia se la ha buscado él solo. Su desgracia durará poco, en nada estará estrechando manos y tomando cócteles mientras habla de oportunidades a gente bien. Se está burlando de mis pretensiones, de las que él cree que son mis pretensiones. Decido bordear su pregunta y ceñirme a mi papel de mensajero.
–Puedo vivir en cualquier sitio, creo que tú también. Pol dijo, y son sus palabras, que te largues y te entierres lo más lejos posible. Yo lo haría.
–¿Eso es todo?
–Sí.
–¿Y tú te encargarás de solucionar lo que quede atrás? ¿Gestionarás mi fracaso? ¿Te apoderarás de mis éxitos? Hablando de éxitos. ¿No te lo ha parecido lo de hoy?
No puedo estar más de acuerdo; la fiesta, el sarao, la presentación, el acto, un éxito clamoroso, sin ninguna duda, todos hemos puesto de nuestra parte –unos más que otros–, y lo hemos vuelto a lograr. De propina Roque está condenado, juzgado y condenado, es culpable de todos los crímenes de los que se le acusa y de alguno más que nos inventaremos sobre la marcha; gajes del oficio. Lo acepta, no hay la menor preocupación en su cara ancha y amable, se incorporará y volverá con sus invitados como si nada hubiese pasado, porque nada ha pasado que pueda alterar su espíritu.
–Necesito un taxi –digo; continúa siendo lo único que me sale.
–¡Ah! Es verdad, en la cocina hay un teléfono, encima hay un número. ¿Te importa?
–Sin problema, yo mismo me apañaré. Gracias.
–De nada. ¿Sabes?, en realidad me gusta que seas tú el que me sustituya.
Yo no he dicho nada de eso, pero Roque lo da por hecho. ¿Es un uso social corriente en dirección que tu sustituto te tienda la copa de cicuta? No tengo tiempo de preguntárselo, se levanta y vuelve al reducido grupo de incondicionales de la fiesta, unos siete, ocho, que toman licores en lo que Roque se empeña en llamar living. El living de un depar enorme. Y desde ese lugar en el que mi mente continúa despierta, ese lugar donde hay algo que me recuerda que todo esto es real y no una fantasía, ese trozo de mi ¿intelecto?, que no puede dejar las cosas para después –si no está drogado–, me dice que sí, que este es un garito grande; lujoso para los estándares del país, de cualquier país, y miro la gente que ocupan lánguidamente los sofás y los puf, todas son personas agradables, ricas. Personas que se están divirtiendo sin perder los papeles, intento verlos desde el punto de vista de Pol, de Roque, que tan despreocupadamente hablan de que este es mi amigo y el otro también y lo que veo son un montón de teléfonos, un montón de contactos, un montón de dinero… Y me pregunto, ahora que Roque está en desgracia, ¿pretenden que yo ordeñe esto? ¿Yo? Pol se equivoca, Roque se equivoca, no seré yo. Carezco de… las cualidades necesarias. ¿Qué cualidades son estas? La capacidad de dar confianza, buena impresión al momento, con la primera mirada, además del gusto por lo último, de la necesidad de salirme con la mía a cualquier precio, y más cosas que solo puedo intuir. Yo solo soy un empleado, casi de confianza, alguien útil. El tío de los recados.
¿Cosas en el aire? ¿De qué me propone ocuparme Pol? ¿América? Eso es un chorro de comisiones y dietas. ¿Si me lo propone qué contestaré? Probaría. Y me cansaría aburrido; puedo jugar a esto un rato, jugar nada más. Tiene ventajas, pero es mucho trabajo. Tienes que ser alguien como Roque, ser como Roque para disfrutarlo, para mantenerlo en marcha. Y yo no soy Roque. Nadie es Roque.
Y entonces sufro una epifanía, una luz me ciega y caigo del caballo. Todo el rato la canción de fondo ha estado repitiendo que Roque la ha cagado de la hostia, que Roque tiene que pagarla. Una idea tan repetida que cuando me ha llegado ya ha perdido todas las aristas y está tan suave como un caramelo muy chupado. Como el caramelo que te tragas sin querer, el que se atasca en tu garganta y está a punto de matarte.
Porque este drama parece tratar de su caída y por un momento he llegado a pensar que podría tratar de mi alzamiento; pero yo no soy el actor adecuado para ese papel. Mi papel, todo lo más, es el del mensajero. Quizá el de chivo expiatorio. La Firma adora a Roque, él encontró un filón en tiempos difíciles. Yo solo soy el tío de los recados, el corre, ve y dile. ¿Qué coño hago cruzando océanos, teniendo entrevistas privadas con clientes y despidiendo comerciales estrella?, ¿qué preguntas, todavía no te has dado cuenta? ¡Han estado exhibiéndome, marcándome para el sacrificio! ¿Seré declarado responsable de esta movida? No lo será Roque, es demasiado valioso; de Ramoncito, no hablemos, es hijo de su padre, demasiados problemas.
¡Ramoncito! La historia que me están contando es que Ramoncito colocó las piedras de una conocida de Roque. ¿No será al revés? Que Roque vendiera las de Ramoncito –a veces va corto de dinero, estira más el brazo que la manga, cabrea a su padre, comete una cagada...– Vuelvo a ver a Ramoncito espantando pensamientos con los que no quiere tratar. Ramoncito casi avisándome ¿de qué? ¿Importa? Los dos son demasiado importantes, valiosos, tanto el uno para el otro como para La Firma. ¿Quieres cargar tú con la responsabilidad? ¿Fueron estas sus palabras?
En la cocina, teléfono en la pared. Sobre él, en una pequeña pizarra de corcho, una lista de teléfonos, electricista, plomero, portería, además un papelito, un trozo rasgado de un sobre, con un teléfono manuscrito: Emilio, taxi, un número. Descuelgo y comienzo a marcarlo. Me detengo, el papelito parece nuevo, como si lo hubiesen clavado hace un rato. Mi nivel de paranoia se dispara a máximos, todo esto ha comenzado con un taxi, el taxi que no me fue a buscar. No quiero este taxi, no quiero ningún taxi, me largo, me voy. La puerta, ¡ahora!
Me estoy marchando a la francesa. Ya en la puerta me arriesgo a transformarme en una estatua de sal y miro atrás. Roque, el anfitrión perfecto, me está mirando mientras sirve copas. Todo parece delgado, sin sustancia, solo su mirada parece estar viva. Agito tontamente la mano, casi un simulacro de saludo, y salgo al rellano, evito el ascensor y bajo por las escaleras.
Busco un rincón en el hall y miro al exterior a través de las grandes vidrieras de la planta del condominio –le dan aspecto de parecer muy abierto, despejado, pero sé que los vidrios son a prueba de balas–. El portero de noche dormita en una caseta de jardín diminuta, plantada en la estrecha acera, frente a la puerta de entrada. La calle está desierta, nadie aparca el coche en la calle, nadie que quiera encontrarlo allí al día siguiente. Me veo tenuemente reflejado en las vidrieras. Español alto y arrogante, podría ser mi descripción perfectamente. Eso o estoy en los estados finales de una crisis paranoica. Tomo una decisión, me quito corbata y chaqueta, hago un paquete, me remango las mangas de la camisa y los bajos de los pantalones con la intención de cambiar mi silueta, si hay alguien esperando, espera a un tipo con traje que antes ha llamado pidiendo un taxi. Un tipo que solo saldrá a la calle cuando llegue el taxi –como manda la más elemental precaución de los tipos con traje a estas horas–, y se subirá a él rápido y sin dudar.
Salgo a la calle, el portero duerme plácidamente dentro de su cubículo –que originalmente debieron diseñar para guardar una pala y dos o tres escobas–, me quedo unos segundos frente a él simulando una conversación, esbozo un gesto de despedida y me voy simulando cojear calle abajo, asustado por todos los ruidos y oscuridades de la noche. Tengo un largo camino hasta el hotel, aunque no me pierda.
En el hotel mi pinta llama la atención al personal de noche, pero yo sonrío mucho y le digo a todo el que quiera escucharme la gran fiesta que ha sido, recibiendo a cambio sonrisas de comprensión. Mi habitación parece más grande, más vacía. Me cambio de ropa rápidamente, recojo lo imprescindible, prácticamente solo lo que me cabe en los bolsillos. Abandono mi traje de lana y sus falsas promesas. Subo al piso doce, a la piscina –la calle, desde esa altura, es visible muchísimos metros en ambas direcciones, pero los detalles se pierden–. Me hundo en una tumbona y dejo pasar el tiempo.
A las seis de la mañana comienzan a llegar los freebus desde el aeropuerto; bajo y me atrinchero junto a la puerta del restaurante, donde empiezan a servir el desayuno a alemanes madrugadores. Un autobús descarga un cargamento de orientales y sus maletas, tras él un taxi desencocha una pareja, decido que el taxi es realmente un taxi y lo abordo rápidamente, el taxista todavía cuenta billetes cuando yo me instalo en el asiento trasero.
–Al aeropuerto, gracias.
Doy una mirada alrededor, entonces le veo a través de la ventanilla. Mira quién llega, ahí enfrente; ese muchachote. ¿Es el que me ofrecía taxi cuando llegué? ¿Es el que me saludó en la fiesta? ¿El que dijo que ya me vería luego? No. Sí. No importa, agacho la cabeza; vámonos ya.
El chófer se gira y me mira; un tipo sin maletas, hundido en el asiento trasero hablando solo, la duda parece recorrerle de arriba abajo.
–¿Qué terminal, señor?
–La uno, por favor –le digo con un billete grande entre los dedos, esto es toda la recomendación que necesita.
–Allá vamos, señor –Y comienza un eslalon entre el tráfico.
Mientras el cielo clarea sobre esta ciudad en la que parece que nunca acaba de salir el sol yo aprieto en la mano, con la hoja hacia arriba escondida en la manga, un cuchillo del buffet del hotel y miro la cabeza del taxista frente a mí –me muero de ganas de preguntarle si se llama Emilio–, dudando si, llegado el caso, seré capaz de clavárselo en el cuello.
